¡Paco! Un hombre fuera de serie

Mi padre era llamado en el ámbito familiar por su segundo nombre: Jesús; Jesús Coronado entre sus conocidos cercanos. Cariñosamente en el The First National City Bank los compañeros de trabajo lo llamaban “Paco” Coronado.  

Francisco de Jesús, de Sabanalarga (Atlántico), se vino a Barranquilla, joven aún, más o menos 20 años, con el fin de prestar el servicio militar. Contaba que había asistido a una escuelita del pueblo durante escasos seis meses, casi analfabeto.  

Lo poco que sabía de lectura y escritura aprendió con su mamá Cristina Tesillo, la más ilustrada de la familia y, por lo mismo, con mayor influencia ostentaba la autoridad en el seno de aquel modesto hogar. Influjo maternal signado por un profundo sentido religioso de la existencia, respeto y obediencia a los mayores, lealtad a toda prueba a la heredad familiar y principios políticos de la más pura entraña conservadora.  

Con el casete en blanco, la rigurosa y disciplinada escuela castrense, de 3 años en los batallones, marcó el modo de ser de Francisco haciendo de él un hombre de recio carácter, de firmes convicciones, vertical en sus actitudes, cumplidor de los deberes, responsable, de gran disciplina y capacidad de sacrificio.  

Sumados el talante militar, adquirido en los cuarteles, más el definitivo influjo maternal podemos imaginar la rigurosa personalidad que, a la postre, identificaba a mi padre: un hombre ordenado, de conducta intachable, ejemplar.

Inteligencia excepcional. Dotado de inteligencia excepcional la complementaba con una prodigiosa destreza manual que ejercitaba a manera de hobby, todo un artesano de la carpintería. Poseía extraordinaria facilidad para expresarse, para hablar en público que lo mostraban como un líder nato. Disposición natural para la música le permitían tocar varios instrumentos: trompeta, flauta, armónica, tambor; con estas dotes estamos, entonces, ante la presencia de un hombre fuera de serie. Además, de todo lo anterior, era un espectáculo verlo danzar en una pista de baile con porte elegante y señorial.  

Melómano consumado estaba enterado del movimiento musical regional y nacional siendo admirador del compositor de los pies descalzos, su amigo el momposino Crescencio Salcedo, autor de la icónica canción “El año viejo”.

Barbero, peluqueaba a sus hermanos: Fray Pedro, Wilfrido, Julio y en ocasiones a Fernando. A mí me motiló desde la temprana infancia; me rasuraba dejándome la cabeza pelada, hasta cuando me casé; que Helena, mi mujer, paso a ser mi estilista de cabecera. 

Mi papá, físicamente, un tipo simpático, trigueño, pelo liso, de mediana estatura procuraba verse bien arreglado en todo momento. De empleado en el banco acicalaba a diario, con camisa blanca, corbata y pantalón de gabardina oscuro, zapatos bien lustrados. Para eventos especiales lucía vestido entero de lino blanco, inglés con su respectiva corbata. Ya pensionado abandonó la pinta del banco; usaba guayaberas de distintos colores que le obsequiaba mi mujer. Resplandecía con una personalidad luminosa, un perfil carismático. 

Con escasa escolaridad, un autodidacta, alcanzó a desempeñar con lujo de competencia cargos directivos en diferentes asociaciones. Su liderazgo lo llevó a ser presidente de la Sociedad de Padres de Familia, Acción comunal, acción católica y sindicato de trabajadores del First National City Bank of New York, antiguo banco ubicado en el paseo Bolívar de Barranquilla, en donde comenzó a trabajar como celador saliendo pensionado, tras 27 años de servicios y después de pasar por portero, mensajero cobrador, patinador y jefe del departamento de archivos.

Invocaba el “sentido común” como fórmula sencilla para resolver situaciones críticas o complejas. De él hacía gala en la solución de conflictos o diferencias familiares y entre vecinos que lo requerían por su singular personalidad. 

Lector consumado de la doctrina social de la iglesia católica de la que se nutrió con fervor estudiando las encíclicas papales, la Rerun Novarum en particular, del Pontífice León XIII y escudriñando las sagradas escrituras, las epístolas de San Pablo de preferencia, se convirtió en un apologista y ferviente activista de la iglesia de Roma.

Después del almuerzo, en vez de siesta, y por la noche temprano, se dedicaba a leer el periódico el Siglo de Bogotá que compraba, religiosamente, todos los días, al salir del trabajo. Conservador, “oro puro”, laureanista.  

Agradable conversador, por su gracioso sentido del humor, tenía solida información de los deportes en general. En futbol era fanático del Sporting de Barranquilla. De niño me llevaba al Estadio Municipal (Romelio Martínez) en donde pude conocer a afamados futbolistas de la denominada “época del Dorado” como Alfredo DiStefano y Adolfo Pedernera.  

Amante de la pelota chica seguía las incidencias de este deporte en los Estados Unidos, fanático que era de los antiguos Dodgers de Brooklyn. En la contienda local era seguidor del Willard de Barranquilla, mientras yo simpatizaba con los indios de Cartagena. Al estadio Tomas Arrieta asistíamos cuando se presentaban nuestros equipos que llegaron a tener jugadores norteamericanos en su roster.

En sus últimos años frecuentaba la cancha de la Escuela Normal, en el barrio Olaya, en donde se deleitaba viendo los partidos de softball que allí se realizaban.

Filósofo. “Ordinario” era exclamación que empleaba, sarcástico o burlón, para calificar comportamientos desobligantes, burdos, de mala educación.  

Invocaba el “sentido común” como fórmula sencilla para resolver situaciones críticas o complejas. De él hacía gala en la solución de conflictos o diferencias familiares y entre vecinos que lo requerían por su singular personalidad. 

“A la gente se conoce en sus detalles” sentencia que se limitaba a pronunciar para tolerar o pasar por alto comportamientos indelicados. Una forma crítica de valorar gestos o actitudes, sin juzgar. 

Hombre de mucha fe exclamaba “Dios proveerá” para consolarse ante la incertidumbre de un hecho inconcluso o por resolver. Por las limitaciones propias de la cotidianidad. 

“El que no ahorra, nunca tiene nada” pregonaba no solo como consejo sino con el ejemplo. “Pañito de lágrimas” de familiares y vecinos, en situaciones calamitosas, solventó gastos funerarios, por ejemplo, en diversas ocasiones, cuando al morir un pariente o amigo cercano no había quien respondiera económicamente. Fiel practicante de una de las obras de misericordia, “enterrar a los muertos”. 

“El que persevera vence” me indicó comprensivo la vez que yo le dije que no regresaba a la universidad porque me había ido mal en el primer corte de parciales en la facultad de medicina.

“Primero se conoce a un embustero que a un ladrón”, advertía severo para pronosticar la falta de honradez de alguna persona. Consideraba que todo ladrón es mentiroso y viceversa. 

Su novia. Andaba, todavía, Francisco de Jesús en sus ajetreos militares, tambor mayor de la banda de guerra del regimiento de “La Loma” como se llamaba en ese tiempo el sitio que ocupaba el ejército en Barranquilla, cuando conoció a una señorita de apenas 15 años llamada Esther Bautista Hurtado Charris que vivía, huérfana de padre y madre, adoptada, en la residencia de un distinguido señor de la ciudad Don Ramón Emiliani Vélez, en el Barrio del Prado. Supongo que este caballero debía ser hermano o pariente cercano del también conocido político cartagenero Raimundo con los mismos apellidos, creador de la famosa ley Emiliani, la de los puentes festivos.  

Se casaron, poco tiempo después de abandonar los cuarteles, en la Iglesia de Chiquinquirá el 15 de diciembre de 1940. Mi papá de 26 y mi mamá de 16. Siendo, quien esto escribe, el primogénito entre seis hermanos. Vicente Coronado Pérez, mayor que yo, es otro hermano paterno nacido antes del matrimonio y que se crio con nosotros. 

La terquedad de mi padre en que fuéramos buenas personas, honradas y decentes, dejo huella imborrable en lo que hoy en día somos sus hijos. Mientras, vida tuvo, orgulloso estaba del médico que con su esfuerzo logro entregar a la humanidad. Tranquilo estoy, por la seguridad que tengo, de no haberlo defraudado. Honor y bendición a mi padre querido.

Tomado del libro de mi autoría “Del Arte de los Dioses. Memorias de un Anestesiólogo”.

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