Postal de otoño

Wensel Valegas

He venido a visitar el otoño, conocer sus silencios después de los efusivos veranos, plagados de sol y estrellas que brillan en el cielo, y el calor que brota de la tierra. Desde niño me hablaron de él en una geografía, que alimentaba la curiosidad. Criado como un hombre del caribe, soporto veranos de doce meses, que alteran la vida con sus lluvias y tormentas, aplacando el polvo y la humedad que nos envuelve ante los imprevistos arroyos asesinos que surgen con la explosión demográfica y el trazo desmedido de la arquitectura en las ciudades. El otoño me recibe con la frescura de sus días y el agudo frío de las noches.

Amanece húmedo en la hierba que recibe el rocío de la noche. Las casas duermen en el silencio interrumpido por los pájaros matinales. El verde natural se levanta animado bajo el tímido sol de la mañana. Las carreteras asfaltadas se desvían y entrecruzan en diversos sentidos por valles y colinas. Un tren anuncia su llegada en la estación cercana de sus veloces correrías sobre rieles y su gruesa voz intermitente, anunciándose. No se ven peatones en la vía, tampoco una acera para andar. Camino sobre andenes improvisados en una ciudad que nos vigila – o quizás es la paranoia adquirida del país de donde vengo –, es una sospecha, me digo. Nadie se asoma, apenas el leve visaje de una cortina y el ruido de una ventana que se cierra. Asumo mi condición de peatón y respiro el aire del otoño, embriagándome con su aroma y el espectro de colores en los bosques detrás de las casas. Las calles y avenidas tienen identidades propias en los trayectos que recorro: Oakland, Francis, Lincoln, Arbutus… el sol sacude su melancolía y abraza el estoicismo de los árboles. Es imposible no evocar a Machado:

Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.

Entre la alegría juvenil del verano y la soledad del invierno está el otoño con sus lánguidas intermitencias. Inicia octubre con su esplendor y madurez, serio y alegre, celebrando la vida. Las ardillas grises corren y saltan alegres por los cercados y los árboles, desafiando la velocidad de los autos; se mueven en los intestinos del otoño, haciéndole cosquillas, y caso omiso a los perros ladradores. “They come from North Carolina”, dice un vecino, saludándome con una sonrisa. Octubre, continua su viaje en el tiempo y el otoño con gallardía y resiliencia soporta la melancolía de un noviembre desnudo que se avecina y la tristeza inminente del ocaso en los apresurados pasos del invierno. Pero el otoño se hace fuerte en la esperanza ante la adversidad. Sobre sus cabellos grises el sol pierde lucidez, ausentándose; las hojas de los árboles se sueltan alegres, pierden su libertad efímera y caen a tierra, como aviones de papel, empujadas por la ventisca fuerte. Vengo de un Caribe alegre y percibo la fuerza y la tristeza del otoño. Hay días, después del paseo matinal, en que releo a John Keats, subrayando estos versos:

¿Quién, entre tu abundancia, no te ha visto a menudo?
… el que busque fuera, podrá encontrarte
sentado en un granero, en el suelo, al descuido,
el pelo suavemente alzado por la brisa
algo viva; o dormido, en un surco que a medias
segaron, al aliento de las adormideras,
mientras tu hoz respeta trigo próximo y flores
enlazadas.

Los días otoñales llegan con nuevos colores y sabores, sonidos y silencios diversos. El sonido de la mañana es una luz clara que se intensifica en el transcurrir del día, un juego de sol y sombras en medio del silencio del viento. Más allá de la tristeza emanada del equinoccio de otoño, se observa la imagen tristeza del puente Francis Scott Key, derrumbado un martes aciago en Baltimore por un buque de Singapur, que chocó con uno de los pilares de sostén. Las aguas tranquilas, sin oleaje, brillan como peces dorados, mientras el puente tronchado es una boca que se abre al paso del comercio. El espíritu de Francis Scott Key, el poeta que escribió la letra del himno nacional de los estadounidenses, contempla con ironía desde el observatorio del Fort McHenry National Monument And Historic Shrine, lugar frente a la tragedia, a los turistas entonando la primera estrofa del himno con un sentimiento nacional: ¿Puedes ver, por la luz temprana del alba, lo que tan orgullosamente aclamamos en el resplandor del crepúsculo…? Surge la esperanza y la belleza del otoño como un remanso de paz en medio de la tragedia. Juan Ramón Jiménez, en su poema Otoño, da muestra de esa belleza.

Esparce octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.

Sin embargo, el otoño es como la vida misma, un instante fugaz del que no hay que perder detalles. Es un instante de angustia y belleza; sol y sombras; silencios y ruidos, que se alejan en la distancia; de hojas que pierden la autenticidad de sus colores y de pinos altos, resistiéndose a perderla, manteniendo el verde estoico y el sueño de tocar el cielo. Se disfruta el otoño a toda hora, en los paseos matinales y vespertinos; a mediodía se torna difícil, pero el caminante encara los residuos de verano que traen saldos de bravura y tímidas nostalgias. Las casas mantienen las puertas cerradas, pero en las noches los hogares se encienden con las risas infantiles y los tiernos quehaceres familiares, agotando los últimos retazos de energía. Con la noche, el frío y el sosiego se deslizan suave como un remanso de paz. Es la fugacidad de un instante que no puede perderse. No hay vuelta atrás, aconseja Mario Benedetti, en su poético Otoño:

Aprovechemos el otoño
antes de que el invierno nos escombre
entremos a codazos en la franja del sol
y admiremos a los pájaros que emigran
ahora que calienta el corazón
aunque sea de a ratos y de a poco.

La esperanza ante la llegada del otoño se percibe. Ha sido fuerte el verano anterior. Las temperaturas altas obligaron a la gente a salir a la calle, abrir sus puertas y ventanas para saludar a los vecinos y visitantes; vestir ropas ligeras y consumir bebidas hidratantes. “Que falte la comida, pero no el agua”. Se acordaron de Dios bajo las inclemencias del verano hostigante. Se hicieron adeptos a la oración y pidieron una tregua al calor y un pedazo de viento, implorando con la mirada en el cielo, anhelando, decir welcome al otoño, ¡ah, qué delicia el otoño!, exclamaban, imaginado su llegada. Suspiraban. Soñaban con las puertas y ventanas cerradas, extasiándose en la frescura del otoño al calor de las chimeneas. Rilke, en un Día de Otoño, remueve esas fibras íntimas:

Señor, ya es tiempo. Grande ha sido el verano.
Tiende tu sombra sobre los relojes
de sol, y desata los vientos por el campo.
Haz madurar las frutas más tardías,
dales dos días más de sur,
fuérzales a acabar, y echa
el último dulzor al vino recio.

Hay días en que me tiendo sobre la hierba húmeda, viendo el azul limpio del cielo, impecable, sin manchas y sereno como un mar en calma. Contemplo el instante solaz de las hojas cayendo, cubriéndome, pareciéndome escuchar a Gabriela en los versos que evoco: “A esta alameda muriente/ he traído mi cansancio, / y estoy ya no sé qué tiempo/ tendida bajo los álamos/ que van cubriendo mi pecho/ de su oro divino y tardo/. Como un niño el viento juega con las hojas, formando remolinos amarillos y rojos, que descienden y revolotean sobre mi cuerpo. Siento la ternura alegre del otoño manifiesta en el día que se acorta y la proximidad de la noche; las hojas persisten con su coqueteo alegre y se marchan acompañadas de susurros de viento. Imagino a Whitman tendido sobre la hierba, pero evoco con nítida fuerza los versos de Emily Bronte:

Caed hojas, caed; marchitaos flores.

desvaneceos;

alargad la noche y acortad el día;

cada hoja me habla de felicidad

mientras se agita en el árbol otoñal.

Y cuando me levanto, mi cuerpo se contagia de otoño, invadido por la belleza de la melancolía. La tristeza también es una forma de belleza, pienso; es mi personalidad, me digo, y disfruto el Otoño en la poesía de Octavio Paz, palpitándome, expuesto a vientos, silencios, a vuelos alegres de pájaros vegetales, sin que nadie lo sepa, sólo yo como testigo:

“… arde a veces mi corazón,

puro y solo. El viento lo despierta,

toca su centro y lo suspende

en luz que sonríe para nadie:

¡cuánta belleza suelta!

Entonces camino por los senderos del día que se agota y el ocaso de la noche en la penumbra abre sus brazos para continuar viviendo el otoño.

He paseado por ciudades silenciosas y rápidas. La gente cumple con el ritual obligado del trabajo, interiorizando la velocidad consigo y bebiendo un café fugaz, atenta al tejido vial y las múltiples salidas y señales que señalan sobre destinos diversos. Carreteras veloces sin semáforos se recorren a diario; cuatro y cinco carriles tendiendo puentes entre estados y condados; peajes electrónicos como relámpagos invisibles, precisos, que permiten la velocidad. El otoño pasa veloz a través de las ventanillas de los autos, su rostro se distorsiona y es poco lo que se aprecia. Se pierden los detalles de la tupida naturaleza y la fría presencia de los vientos, de las hojas multicolores, resistiéndose a caer, de la tímida sonrisa del sol, asustado ante los pasos sigilosos del frío en la penumbra. Es difícil apreciar la riqueza del otoño y su llegada triunfal, cuando la velocidad nos contagia. “La lentitud es memoria y la velocidad es olvido”, parafraseando a Kundera. Es la misma velocidad que impide no tener tiempo para preguntarnos y releer Canto del otoño, de Rossetti:

¿No sabes que, al caer las hojas, siente el corazón

Una tristeza lánguida

Que lo cubre con un manto,

y que el reposo parece cosa buena,

en otoño, al caer la hoja?

Las hojas resisten hasta que el sol vencido por la sombra de los días deja de tocarlas con su manto y se opaca su brillante alegría. Caen vencidas por la fuerza de los vientos y revolotean alegres con sus trinos de pájaros, descendiendo a la tierra y sumándose a la hojarasca, hundiéndose profundas en el suelo para una nueva vida. Viéndolas murmuro bajito unos versos de Neruda sobre su Otoño:

Bajo el cielo otoñal, hojas danzan sin cesar

Como confeti caído de un sueño celestial.

Cada una cuenta una historia, un suspiro en el aire,

Que el viento lleva consigo, sin ningún destino fijo.

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