Acordaron los viernes para tomar café y disfrutar la noche. Se amaban sin ataduras, “démosle tiempo al tiempo, sin amarres”, se leían en los mensajes del WhatsApp compartido, burlándose de los convencionalismos familiares, de la crianza recibida, de la censura agobiante y la vigilancia desconfiada de los padres, que vivían lejos de la capital. Les gustaba el juego de amarse libremente, sin preguntas y reclamos, interrogaciones embarazosas e indagaciones de lo sucedido durante la semana de lunes a viernes. De vez en cuando los emoticones resaltaban los estados de ánimo, que se expresaban en el intercambio de mensajes, “por qué estás triste”, o “cuánta alegría, ¡a qué se debe!”.
Antes del viernes, se entrecruzaban mensajes, whatsapeaban, recordándose la cita semanal, “nos vemos mañana por la tarde en el mismo lugar”, “de acuerdo” contestaba el receptor el jueves por la noche. Cuando la semana traía consigo un exceso de trabajo y les era imposible comunicarse por falta de tiempo, o porque el móvil se encontraba apagado, descargado, inclusive, se despreocupaban porque la inaplazable cita era la constante en el café de los viernes. La confianza daba para eso. No se ocupaban en algo distinto o se comprometían con horas extras en el trabajo porque desde la mañana del viernes la ansiedad les rondaba el pensamiento, obsesionándolos. Era un acuerdo tácito, establecido por la costumbre, muy sólido; día y hora de la cita no eran negociables. Sin importar quién llegaba primero, o a quién le tocaba esperar, lo relevante era estar presente en la cita del viernes por la tarde. Así fue desde que se conocieron, disfrutaban la tregua del viernes, después del trabajo, y nadie les haría cambiar. Era una promesa mutua.
Si llegaba primero, la esperaba. Si ella llegaba después no pedía disculpas, como la primera vez que se sonrojó cuando sintió la mirada del hombre escrutándola, sonriente y comprensivo, esperándola. “Vale la pena esperarte”, dijo él. Sonrió avergonzada y se disculpó la primera vez; la segunda, se sonrojó con una candidez, irreprochable, muy nerviosa alcanzó a decirle: se me cae la cara de vergüenza. A partir del tercer encuentro, la sonrisa sin disculpas y sin nervios se volvió costumbre. Cuando llegaba primero, lo esperaba y le disculpaba su tardanza mientras él se desgastaba en disculpas. No te preocupes, lo entiendo, decía ella, el tráfico, la lluvia y los arroyos de esta ciudad dificultan estar a tiempo en cualquier lugar. Cuando eso sucedía, él se avergonzaba de su impuntualidad; con el tiempo perdió la vergüenza, pero nunca dejó de excusarse.
El último en llegar encontraba al otro ensimismado en el celular, esperando y matando el tiempo, resolviendo crucigramas o sopas de letras, revisando el Facebook, recreando la angustia de la soledad. Un leve brillo en los ojos, las disculpas rutinarias y un beso fugaz. Después el recién llegado sacaba su celular y whatsapeaba con el otro, sin mirarse, concentrado en el intercambio de mensajes, se preguntaban sobre el trabajo, las últimas noticias, los nuevos impuestos. Las cabezas gachas y la sensibilidad digital maniobrando, haciendo caso omiso a la posibilidad de una conversación normal:
– ¿Tas bien? – acortaban las frases
– Sip. ¿X qué? – establecían convenciones, agilizando la comunicación.
– Curiosidad. – palabras secas, sin reproches.
– Toy cansao. – escribían como hablaban, dejando entrever el acento de la gente del caribe.
– ¿Mucho trabajo? – pregunta abierta.
-No faltó. Demasiado. – respuestas cortas, secas, sin explicaciones.
Y así con la cabeza gacha y los ojos en la pantalla whatsapeaban sin mirarse. Sólo whatsapeaban sumidos en el silencio, olvidándose de la oralidad. Whatsapeaban, diciéndose cuánta falta se hacían el uno al otro y cuánto se habían echado de menos.
–I love you – Ansioso esperaba una respuesta, sin mirarla.
-Me too – Buscaba la mirada de él, que sonreía sin mirarla.
No hay miradas, ni diálogos, la conversación se extingue. Whatsapean y sonríen para sí, al mismo tiempo que entrecruzan caritas felices. La tarde de los viernes transcurre entre WhatsApps, café y tortas de banano; se ponen al día con los rumores, se cuentan chistes e historias; hasta hacen planes para diciembre, que casi está cerca. A las 7:30 de la noche sus cuerpos se enderezan un poco, sienten la espalda rígida y un alivio en la nuca al tratar de buscarse en las miradas con cierta nostalgia.
El mesero de todos los viernes, discreto y sin interrumpir, dejaba la carta con un disimulo cómplice. Sonreían de las ocurrencias que escribían. El mesero servía dos cafés y dos tortas de banano. Desde los primeros encuentros le pidieron el número del celular y los viernes en la mañana le whatsapeaban, “si demoramos en pedirte, sólo tráenos dos tazas de café y dos tortas de banano”. Ok, respondía el mesero. Desde entonces fue cómplice de los ritmos y silencios de la pareja, de la atmosfera digital que los envolvía.
Ella whatsapea, él whatsapea, ellos whatsapean. El mesero observa – desde lejos – sus whatsapeos, y espera las ordenes en su WhatsApp, whatsapea entonces “qué más se les ofrece”, o se acerca a la seña que hace el hombre para recibir la propina, o cuando lo whatsapea con un mensaje de texto.
No hay miradas, ni diálogos, la conversación se extingue. Whatsapean y sonríen para sí, al mismo tiempo que entrecruzan caritas felices. La tarde de los viernes transcurre entre WhatsApps, café y tortas de banano; se ponen al día con los rumores, se cuentan chistes e historias; hasta hacen planes para diciembre, que casi está cerca. A las 7:30 de la noche sus cuerpos se enderezan un poco, sienten la espalda rígida y un alivio en la nuca al tratar de buscarse en las miradas con cierta nostalgia. “Es hora de irnos, se hace tarde”, resuenan los mensajes seguidos; “se ha hecho tarde”, continúan los whatsapeos saltando de un celular a otro. Sin apartar la mirada del aparato dejan un billete, que incluye la propina, sobre la mesa. El hombre whatsapea un, gracias, enviando un mensaje a la complicidad del mesero que, sin hablar, whatsapea un “feliz noche” y agrega un emoticón de aplauso y un dedo arriba, todo bien.
Fuera del café, la noche refresca sus cuerpos. Es viernes, día en que los cuerpos viven a plenitud su intimidad, buscándose, necesitándose. Caminan y las manos tejen una alianza, entrecruzando los dedos. Los cuerpos se refugian en el abrazo, se buscan con los sentidos, oliendo el aroma del deseo, degustando la vehemencia de los besos, observando los detalles de pies a cabeza. Se tocan y aprietan en el excitante calor de la piel; muy atentos a los sonidos familiares de la pasión y a los nuevos repertorios que traen los encuentros.
La mujer abraza la cintura del hombre. El hombre rodea el talle de la mujer. Caminan bajo la noche que promete y la luna, iluminando el camino, los observa. En silencio, recorren la avenida, juntos, muy apretados. Sin dejar los abrazos, la mujer whatsapea con la izquierda y el hombre, con los ojos en la pantalla, whatsapea con su derecha. Se les volvió inevitable whatsapear antes que hablar.
– ¿Tas bien? – frases cortas. –Zip. – respuestas breves. –Toy ansioso de ti. – se anhelan, sin embargo. –Igual me pasa. – se corresponden. – ¿Soy el único en tu vida? – pregunta el hombre inquieto. –Zip. ¿Y yo la única? – devolución y confirmación de respuesta. – Clarinete. – usa una metáfora. – ¿Cómo? – interrogación con extrañeza. –Que sí. – afirmación que aclara el clarinete.
Andando bajo la noche, el whatsapeo continua, haciéndose interminable. Los cuerpos se vuelven uno; en las miradas estallan los deseos; las bocas gimen en la agonía de la noche; el olfato es un lobo solitario y silencioso que recorre la extensión de los cuerpos; los sonidos aceleran el encanto en la penumbra. El whatsapeo se extingue. El tacto de las manos se alza omnipotente y recorre centímetro a centímetro la piel que suspira y tiembla en medio de las caricias de cuatro manos ávidas que digitan el placer buscando en el otro la confirmación a través de caminos insospechados.
– Nunca vi ese lunar debajo de tu nariz – La observa con una mirada nueva. – Me sucede igual con el marrón de tus ojos, jamás había visto ese color en los tuyos, y el amor que hay en ellos – lo dijo desnuda y sin pudor, mirándole fascinada su mirada intensa. – ¿Te diste cuenta? – dice invitándole a pensar. – ¿De qué? – Nuestras manos se rebelan cada viernes, como si escaparan de una cárcel. – ¿Por qué lo dices? – insiste – Las manos salieron a buscar. Buscan mi cuerpo y las mías el tuyo. No las puedo contener; la misma rebelión percibí en las tuyas. – Es cierto. Nuestras manos saltaban alegres por nuestros cuerpos: tocaron, forcejearon, acariciaron, apretaron, exploraron. Son incontenibles.
– No se hicieron para digitar. – Tampoco para whatsapear. – Están hechas para amar. Para acariciar y conocer. –También creo lo mismo. Se confunden las voces y los susurros se apagan, en medio de la oscuridad indagan por el silencio, descubriéndose.
Es una crónica crítica del uso excesivo del WhatsApp, de el extrañamiento del otro, y de sí mismo. Una pregunta: por qué es el sexo el intruso en la relación máquina -humanos?
El texto es una creación singular de aquella extraña relación, que finalmente admitió el sexo.
Bacano.