Tristeza de Carnaval

Wensel Valegas

Me preguntan porque no se me ve alegre los días previos al carnaval, incluso se sorprenden, porque todos los treintaiuno de diciembre, dicen que soy uno de los que más grita entusiasmado, ¡se acabó la navidad y diciembre, ahora viene el carnavaaaaal!, que grito medio borracho, después de la repetidera, hasta una hora después de comenzado el año nuevo, de Faltan cinco pa´ las doce, del compositor venezolano Oropeza. ¿Quién puede evitar la tristeza si uno la lleva consigo en el alma? No lo podía explicar a mis amigos del barrio, incluso llegué a sentir un poco de vergüenza.

Ya sabía lo que me dirían. Lo había anticipado tantas veces que ni siquiera me sorprendía. Eche, no sea marica, pa’ lante, hermano. Cualquier intento de explicar mi estado de ánimo no lo comprenderían mis amigos de toda la vida. La forma en que reaccionarían me apenaba, pero eso no los convertía en malos amigos, ni en desconsiderados. Tal vez Roque, al escucharme, diría: Te entiendo, hermano, pero la vida continúa. Solo imaginaba su mirada triste y contagiosa. Abelardo, que no parecía reflexionar demasiado, me daría una palmada en el hombro y me diría: Recuerda que a mí me pasó lo mismo, y aquí estoy. Ana María, con su mirada profunda y sus grandes ojos serios, indagaría más allá de mi aparente indiferencia y, con dulzura, me diría: Sé por lo que estás pasando, pero no te anticipes. Estos carnavales serán los mejores, ya verás. La alegría siempre regresa, te lo prometo.

Cada vez que el carnaval se acercaba, la tristeza aceleraba su ritmo. Se escurría por mi piel, como un frío calmo, se infiltraba en mis pensamientos y se instalaba en mi pecho, pesando sobre mí como una losa. Pero, ¿por qué?, me preguntaban, ávidos y ansiosos, deseosos de sacarme las palabras. Nunca salió de mi boca una respuesta. Hasta mi madre me preguntaba preocupada, ¿adónde quedó tu entusiasmo?, la sentía a mis espaldas como una sombra, mientras mis amigos se tomaban la calle, echándose agua, sirviéndose los tragos, las cervezas, y enmaizenados. Al verlos reír y bailar, sentía cómo mi garganta se cerraba, como si la alegría de los demás fuera una burla silenciosa ahondando en mi dolor. Bailaban, entre gritos de felicidad, mientras los padres, como al descuido, vigilaban con una mezcla de ternura y permisividad. Mejor que los hijos mamen ron y disfruten en la cuadra, a que se vayan a sitios donde no se puedan ver, decían. En mitad de la calle, mojados, entusiasmados, abrazados, y algunos hasta “ennoviaos”, bajo la opinión consentida de los padres, es mejor un novio conocido, que un H.P desconocido, que ni de su procedencia se sabe. Vivíamos en un mundo lejos de las relaciones digitales, de las que se hablaban en otros países, que eran solo rumores de oída, pero que a todos causaban cierto temor.

Al verlos reír y bailar, sentía cómo mi garganta se cerraba, como si la alegría de los demás fuera una burla silenciosa ahondando en mi dolor. Bailaban, entre gritos de felicidad, mientras los padres, como al descuido, vigilaban con una mezcla de ternura y permisividad.

Ajá, comadre, y el hombre, ¿por qué no sale”. Se referían a mí. Mamá se encogía de hombros en un gesto expresivo. Yo los veía divertirse, bailando la música de Aníbal Velásquez, cuyo sonido resonaba en el aire cálido, una mezcla de ritmo y gritos eufóricos. El perfume a cerveza y a sudor se pegaba al aire, mientras el agua fría caía sobre mi rostro, como si quisiera arrastrar mis recuerdos hacia la diversión ajena que me rodeaba. Las canciones de Dolcey Gutiérrez, llenas de picardía y doble sentido que la gente cantaba a coro los hacía bailar espontáneamente. El Checo Acosta, que se había criado con nosotros, pero la música bailable y guapachosa, los sueños y los viajes se lo llevaron lejos, regresando siempre con sus canciones de carnaval y temas que alguna vez fueron promesas, hechos realidad, y reconociendo todos en el barrio que nunca se había ido de Soledad.

Sedivertían y me alegraba, pero jamás me atreví a decirles que, desde niño, mi padre me llevaba a conocer los disfraces y bailar en carnaval. Bailé en las casetas Ten Con Ten, cuyo patio era una ele inmensa, dividido en dos zonas: una pista de cemento para el baile, bajo techo, y una zona de césped, al aire libre, que invitaba a reposar la fatiga de los carnavaleros, hermanados en una convivencia alegre y espontánea. La caseta Americana, cubierta con su techo de paja, íntima y calurosa, abierta en las tardes a los disfraces infantiles. El antiguo Teatro Colón, que cerró sus puertas a los cinéfilos y se ofreció como sala de baile los cuatro días de carnaval. El Rey Soy, apreciado por la juventud soledeña y escenario estratégico para gozarse al dios Momo durante el día, en un ambiente familiar sano, donde los padres confiados llevaban a sus hijas.

En mi casa, mi padre era el dueño de la alegría. Recuerdo que, durante el carnaval, me llevaba a bailar, pero con su partida se desvaneció la alegría. Escondido en su careta de monocuco, siempre me decía que algún día sería un gran bailarín, animándome con su baile inconfundible en las casetas adonde íbamos. Esa careta ya no está. Con ella se fue el espíritu del carnaval, ese que, en algún rincón de mi memoria, aún me llama a bailar con él. Se fue contra su voluntad, luchando hasta el último momento, mientras yo solo podía observar impotente su dolor. Postrado en una cama lo consumió la tristeza de la enfermedad, que lo derrumbó cuando menos esperábamos. ¿Qué culpa tengo que aun en estos días, mi memoria continúe jugándome una mala pasada y evoque la alegría del carnaval con papá, y la tristeza insista en ocupar mi estado de ánimo? Sin embargo, contemplo la esperanza de que un día se aparezca, animándome con su disfraz a recuperar la alegría perdida y sorprender a todos en el barrio sin tener que dar explicaciones.   

2 thoughts on “Tristeza de Carnaval

  1. A mi me pasa algo similar con el mes de diciembre, el mes de mis cumpleaños.
    Es un sentimiento raro, indefinible.

    Hoy, el carnaval es otra fiesta más a pesar de la careta. Ya no me atrae como en el pasado.

    De cualquier manera, son más bien estados psicológicos de personalidad. Y nadie es culpable.

    Wensen, ojalá le descubras a la vida sus claves existenciales.

  2. Estimado profesor Wencel Valega, quiero felicitarlo sinceramente por sus valiosos mensajes y enseñanzas. Gracias a su orientación, he podido aprender y reflexionar profundamente sobre lo leído, enriqueciendo mi perspectiva de manera significativa. Aprecio mucho su capacidad para transmitir sabiduría y emoción con tanta claridad.

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