Cuento de navidad

Wensel Valegas

Abelardo, no sólo era mi vecino, también fue mi mejor amigo. Era gemelo con su hermano Rigoberto, siempre andaba de buen humor, a diferencia de su hermano, que era una persona triste y cascarrabias. Le alegraba la vida a uno con sus chistes y bromas, poseedor de un buen genio, y un artista imitando a Juan Guillermo, el del Noticiero de las Siete, que Maximino, su padre, nos obligaba a ver a partir de las siete de la noche, después de comer, sentado en una butaca, frente al televisor, nadie le quitaba el puesto de primer espectador. Pocas veces lo vi triste durante el tiempo que nos duró la infancia. Cuando indago en mi memoria, se me aparece su rostro de niño feliz y mamador de gallo.

Estudiamos en la misma escuela, juntos cursamos todos los grados de la primaria. A los dos días de iniciadas las clases, mis padres, que no querían hijos flojos y brutos en casa, se acostumbraron a comprarnos los libros para estudiar, con el esfuerzo del trabajo y el sudor de la frente, ahorrados en un pote de avena Quaker, con la sabiduría y visión de Matilde, que siempre les decía a los vecinos: “El que guarda, siempre tiene”. Abelardo miraba mis libros y le decía con infantil generosidad: “Te los presto, léelos”. “Las cosas no son del dueño, sino de quién las necesita”, insistía a diario el maestro Fabio.

Con avidez los ojeaba, leía, se detenía en un título, se emocionaba ante una imagen, respiraba el olor a libros nuevos y sus manos en un gesto delicado los acariciaba. Bastaron esos momentos de libros prestados para que Abelardo demostrara su amor al estudio, su buena memoria e inteligencia sin que los maestros supieran nunca que a él jamás le compraban los libros a tiempo. Su inteligencia y alegría era lo que más admiraba, sus ojos brillaban de la emoción; allí en la escuela se olvidaba de la excesiva rigidez de su hogar, eso lo supe años después. Con facilidad dominaba las cuatro operaciones matemáticas, sabía cuándo usarlas, en qué tipo de problemas; planteaba hipótesis y resolvía problemas utilizando métodos que a nadie se le ocurriría. En la escuela, Abelardo jamás perdió su alegría y la escuela nunca se enteró que, de primero a quinto, sólo una vez, le compraron los libros, y eso, de segunda, allá en Pica – Pica, o la plaza San Nicolás.

“Lo que me duele de mi infancia es la ausencia total de Niño Dios, también la ausencia de papá; cuando hacía un gol, miraba entre la gente, buscando su rostro anhelado. Nunca supo quién era yo”.

En el barrio, Abelardo, demostró ser buen jugador de bola de trapo; era amo y señor del juego a lo largo del arenero en la carrera veintiuna: jugaba descalzo, porque su papá nunca le compró los tenis y los guayos de fútbol, a pesar que los dueños de los equipos le rogaban al viejo Maximino permiso para jugar: “no patrocino sinverguenzuras, y no se hable más del asunto”. Aun así, los equipos del municipio se lo peleaban, deseaban tenerlo con ellos, porque Abelardo desmitificó la creencia de que el buen jugador de bola de trapo no podía jugar bien con balón y en cancha grande. Su madre lo sentenciaba después de cada partido, “y si sigues jugando se lo diré a tu papá en la noche cuando venga del trabajo”. Abelardo se asustaba con las amenazas de su madre, pero más les temía a los castigos de su padre.

Por eso cuando en las noches pensaba en las travesuras del día, su alegría natural la desplazaba el terror inminente al escuchar la voz de su padre mientras cenaba: ¿cómo se portaron los pelaos hoy? Entonces su madre contaba con pelos y señales los pormenores del día. Esa noche, después de la paliza anunciada, Abelardo recobraba el estado de ánimo, durmiéndose con una plácida sonrisa en los labios, soñando una vida que le devolvía el optimismo cada mañana.

Dos comportamientos lo mostraban tal como era, lo digo porque fui su confidente, no porque me lo dijera, sino porque lo observaba a diario: la alegría por el estudio y la magia que emergía de muy dentro, cuando jugaba con la bola de trapo, o con balón, defendiendo los colores del barrio, de la escuela, del club, a pesar que su padre le negaba el placer de su compañía, la autorización para brillar con luz propia. Sólo respondía al llamado de la transgresión del juego, de la alegría, de su derecho a expresar el amor a la vida. Para él, estoy casi seguro, bien valían la pena los golpes a cambio de esos momentos de felicidad.

Pero las navidades para Abelardo siempre eran muy tristes. Como a todos los niños del barrio se nos decía en la novena, escríbanle al niño Dios, pídanle los regalos que desean para este año. Lo hacíamos con mística y mucha fe hasta depositar la carta en el arbolito de navidad a la hora y día indicados; no dejábamos leer lo que escribíamos, éramos celosos con nuestras peticiones. Pero nunca llegó la pistola de agua para la guerra y mojarnos el veinte de enero; tampoco llegó la bicicleta de carrera y soñar que podíamos ser campeón como Cochise Rodríguez; mucho menos el rifle para practicar tiro al blanco y emular las proezas olímpicas de Helmut Bellingrodt; ni el balón de fútbol para dominarlo y jugar con él, para llegar a ser rey como Pelé.

Abelardo desde la ventana nos veía jugar con los juguetes que no pedimos, que nunca le trajo el niño Dios. Desde la calle, le veíamos su mirada triste y brillante, las lágrimas queriendo salírseles y él tratando de ocultarlas con el coraje de su actitud alegre. Dentro de su casa, escuchábamos los gritos amenazadores de su madre y Abelardo mirando hacia dentro, aferrado a la ventana respondía con gritos y sollozos, palabras incomprensibles para nosotros, a veces débiles y lejanas: “Ya voy mamá, déjame ver jugar a mis amigos”. Afuera, esperábamos que Abelardo saliera o se escapara para prestarle los juguetes y jugar juntos toda la mañana. Mientras buscaba la forma de escaparse, discutíamos sobre qué juguetes le prestaríamos, nadie criticaba, tampoco se juzgaba, sólo deseábamos que Abelardo viniera a jugar con nosotros, queríamos agradarle y prestarle nuestros juguetes.

Finalmente, salía triunfador con su sonrisa contagiosa y agradable; corríamos a su lado, arriesgándose por estar con nosotros, aun sabiendo que el castigo en manos de su padre era inminente, eso no le importaba. Al verlo jugar con la alegría de siempre, evocábamos al maestro Fabio: “Las cosas no son del dueño, sino de quién las necesita”. Estábamos alegres por él. Éramos los dueños de los juguetes, pero Abelardo los deseaba y necesitaba más que nosotros.

Años después, me encuentro con Abelardo, con su buen sentido del humor que jamás perdió. Por un momento evocamos el pasado: “Lo que me duele de mi infancia es la ausencia total de Niño Dios, también la ausencia de papá; cuando hacía un gol, miraba entre la gente, buscando su rostro anhelado. Nunca supo quién era yo”. Su rostro envejecido y arrugado guarda la nostalgia; hay un dejo de tristeza por momentos, pero su buen humor resurge con coraje. Observo su andar cansado con dos regalos de navidad para sus nietos: una guitarra y un par de patines. “Por lo menos estos regalos son los que le pidieron en su carta al Niño Dios”, me dijo, antes de despedirse.

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