Tras larga andanza por los caminos, en ocasiones espinosos y otros gratos de la medicina, de recogida ya por el peso inexorable de los años y en busca de la querencia, como suele decirse en lenguaje taurino, que mejor refugio para mi inquieta alma de Médico que esta honorable hermandad de la Sociedad Medico Quirúrgica del Atlántico.
Gozoso me siento por la fraterna acogida que han sabido dispensar al aceptarme en su seno y que ahora permite les presente el balance, si así se puede llamar, de mi modesto periplo médico desde el ingreso a la facultad de medicina en la Universidad de Cartagena, 1962, hasta mi retiro definitivo del ejercicio profesional en los honrosos claustros de la Universidad Libre seccional Barranquilla, 2018.
Mi perenne gratitud va para sus ilustres integrantes y para su honorable junta directiva presidida por el doctor Agustín Guerrero. Mi reconocimiento a los doctores Carlos Barrera, Libardo Diago y Silvia Valencia, principales promotores de mi vinculación a la Asociación.
“Del arte de los Dioses. Memorias de un Anestesiólogo” el libro que en esta noche tengo el orgullo de presentarles, recoge en sus 210 páginas la crónica existencial y profesional de mi peregrinaje por el mundo fascinante de la ciencia médica, de la que ustedes, de igual forma son admirables y distinguidos coparticipes.
Fruto bendito, este trabajo literario, de los días tormentosos de la pandemia cuando lejos de todo, por la obligatoria cuarentena a la que fuimos sometidos en el 2020 por el temible coronavirus, se me ocurrió rendirme un homenaje a mí mismo en la celebración de mis ochenta años de existencia a celebrarse el primero de julio del 2022. No fue posible terminarlo para esa fecha y solo hasta ahora después de dispendioso proceso de redacción y edición, tengo el placer de hacer la presentación oficial, un año después, con la alegría infinita que me produce sean ustedes los primeros en acogerlo con tanto cariño.
El libro, en su contenido, a la par que narra las peripecias de mi trajinar médico, docente – asistencial es, si se quiere, un compendio histórico de la medicina barranquillera y parte de la costa caribe de los últimos sesenta años, desde la década de los 60 del siglo pasado hasta la presente.
Si nosotros no relatamos, no damos a conocer nuestra hazaña médica lugareña, costeña, otros no nos la van a escribir. Los de la capital de la república suponen que Colombia llega hasta donde alcanzan las estribaciones de la cordillera de los Andes. No somos tenidos en cuenta porque, no hay duda, el país caribe es otro, ajeno a los interese centralistas de siempre.
Tenemos los médicos y los profesionales de la salud de aquí, de nuestra región, que atrevernos a reseñar nuestra propia memoria y no dejarla en manos solo de narradores de buena voluntad, que nunca ha pasado un escalpelo por sus manos o un fonendoscopio conectado a sus tímpanos en los sufridos y patéticos pabellones de un hospital.
Rompo mi peculiar modestia para señalar en uno de sus capítulos que soy un médico de los de antes y de los de ahora; la vida me ha dado la oportunidad de ser testigo de dos épocas en que la sistematización de la práctica médica, el uso del internet, la actual era cibernética marca enorme diferencia con los tiempos de mediados del siglo pasado en que toco debatirnos con una precaria tecnología. “Pertenezco, por tanto, a una generación de galenos que, no obstante haber sido formados con una manifiesta competencia clínica, pudimos adaptarnos a los revolucionarios adelantos científicos de la actualidad. Fue con mucha solvencia que, por ejemplo, en el campo de mi especialidad, anestesiología y reanimación, pude utilizar las modernas máquinas de anestesia computarizadas y demás recursos modernos utilizados en su práctica: ventiladores, video laringoscopios, ecógrafos para anestesia regional, bombas de infusión, oxímetros, electrocardiógrafos, capnógrafos, etc. Sin por ello desconectarme del humano contacto físico, personal con el paciente no solo en quirófanos, sino también en Unidades de cuidado intensivo, UCI”.
Sobre los hombros del médico recae el peso de las soluciones a las mayores inequidades de una sociedad que no reconoce, en justa medida, su loable labor y del Estado que lo usa y explota, mediante resoluciones draconianos, como las que, entre muchas, imponen “El Uso Terapéutico de la Muerte”.
Mi obra recoge en el trasfondo de sus páginas un sincero sentimiento de gratitud para mis padres, directivos, colegas, estudiantes e instituciones que a lo largo de mi aventura hipocrática dieron soporte y comprensión en momentos difíciles, reconocieron mi competencia profesional y vocación de servicio por los enfermos.
Dichoso estoy por haber tenido el honroso privilegio de “consagrar mi vida al servicio de la humanidad”, como lo juré al momento de recibir el título de médico. Con toda mi mente y el sentimiento más hondo del corazón durante casi cinco décadas de apasionado ejercicio profesional.
Siento que hice lo que me gustaba. La práctica de la medicina y el ejercicio simultáneo de la docencia universitaria llenaron de inmensa dicha, acercaron a la, tantas veces, esquiva felicidad. El tributo a la enseñanza, del hipocrático arte, ha colmado mi ser de vasto regocijo intelectual y espiritual.
Lo he dicho en ocasiones varias que lo mejor que me ha podido suceder en la vida es ser médico. Ser médico que se enaltece con la sagrada investidura del maestro, del consagrado maestro que contribuyó a la formación académica y humana de miles de estudiantes de las ciencias de la salud, de diferentes universidades, y que hoy, profesionales, sirven a la humanidad diseminados por todos los rincones del mundo.
Sin embargo, en el epilogo del libro anoto pesimista que: “Pensándolo bien, después de extensa y gratísima carrera médica, si por arte de magia, viera transformado en un chico de hoy, un “milenial” y enfrentara a la decisión de escoger profesión a seguir, de seguro, medicina no estaría entre las opciones. El presente y nefasto panorama que se vislumbra para sus practicantes no es en nada halagador. Sobre los hombros del médico recae el peso de las soluciones a las mayores inequidades de una sociedad que no reconoce, en justa medida, su loable labor y del Estado que lo usa y explota, mediante resoluciones draconianos, como las que, entre muchas, imponen “El Uso Terapéutico de la Muerte”.
Profesor de ética médica y bioética durante cuatro décadas no ha pasado por mis manos un código ético, surgido del seno de la profesión, que recomiende la realización de la eutanasia y el aborto. Antes, por el contrario, todos, sin excepción, proclaman principio fundamental del ejercicio profesional el “Respeto por la vida humana”.
“No quiero figurarme en las clases de anestesiología y Bioética indicando a mis alumnos los últimos medicamentos y más recientes adelantos científicos en el manejo del dolor crónico e intratable. Y en cumplimiento de un diseño curricular, de una carta descriptiva, sujeta a disposiciones del Ministerio de Protección Social, enseñarles teoría y práctica de una técnica eutanásica o abortiva, es decir, teoría y práctica del sofisticado arte de quitar la vida”.
Si tuviera sesenta años menos inclinaría por algo más quijotesco como la poesía y sembraría semillas en tierra buena. Escribiría versos furtivos en las hojas volátiles que arrastra el viento para inundar al mundo de paz y amor y gozaría recogiendo benditos y nutritivos frutos, al compás del alegre canto de los pájaros y chicharras del campo.
Les quedo muy agradecido por su amable atención con la respetuosa invitación a que se entretengan con la lectura de mi libro con la probabilidad de encontrarse, de eso estoy seguro, con una historia similar a la que ustedes, apreciados compañeros, igualmente, han vivido. “Estas “Memorias”, de alguna manera, son fiel reflejo de sus propias vivencias cuando es uno mismo el espíritu y una misma la rica experiencia que nos ha unido en el servicio amoroso y científico a la humanidad”.
¡Sursum corda! Arriba los corazones.