“Deja de resanar ese techo, para que cada vez que vean ese agujero se acuerden de mi”, había dicho la madre con vehemencia. Dejé de retocar el agujero de color negro – oscuro, sobresaliendo en el cielo raso pintado de blanco, era un ojo vigilante, de mirada agresiva y siniestra, negra, profunda, por lo menos eso era lo que me inspiraba. La casa era grande, tenía un patio ancho y largo, cuatro cuartos, una sala amplia, un comedor acogedor, con ventanas abiertas durante el día hacia el callejón, por donde entraba la brisa que venía del río. El agujero estaba en la esquina de la sala, desde el techo miraba hacia abajo, era una especie de cíclope incrustado en la blancura del techo, indagando, frío y penetrante.
No dejaba de pensar en el agujero, y de paso en mi madre. Pasar por debajo de él me producía escalofrío, sentarme en la sala a recibir la brisa fresca de las noches de enero era arriesgarme a sentir su mirada de reojo. Era un ojo insistente, jamás se cerraba, su mirada era una expresión solitaria e hipnótica, no descansaba porque nunca dormía, no existía otro ojo que velara su sueño, estaba condenado al insomnio sin ningún remplazo que cuidara las fatigas de su incansable mirada penetrante.
Llegó a la casa en forma improvisada y estruendosa, a inmiscuirse en la vida de todos, sobre todo en la mía. Su llegada intempestiva y violenta desestabilizó la paz que teníamos en casa. Sólo mamá, resaltaba su importancia, defendiendo su aparición advenediza, recalcando que su mirada inquisidora se enfocaba sólo en ella. Nunca se dio por enterada que su oscuridad profunda nos devoraba en medio del silencio de las noches y las frías madrugadas, así lo percibía y no lo discutía con nadie más, ni con ella. Con el tiempo, la mirada del agujero cambió, hasta creí sospechar que oscilaba, siguiéndonos hasta donde le alcanzaba la vista, moviéndose como una cámara, persiguiéndonos por toda la estancia.
El día que llegó lo hizo con brusquedad, sonó fuerte en medio del verano caluroso de abril, dejándonos en consecuencia su mirada iracunda y paranoica, como buscando la razón de haber caído allí, era una mirada advenediza, acostumbrándose a las imágenes que se paseaban por la casa. Todos miramos perplejos al techo que nos mostraba el agujero limpio, diáfano, frío, como el ojo de un asesino. Con el paso de los días su mirada ciclópea se fue haciendo normal, interrogándonos desde su silencio, casi podría decirse que de su oscuridad emanaba comprensión; el perfecto círculo donde encajaba se tornaba delicado y preciso en la esquina del techo de la sala. En las noches, su mirada se perdía en la oscuridad, prácticamente desaparecía, pero sabía que estaba vivo, atento a los ruidos de la casa, era un animal enjaulado, silencioso, que no maullaba ni ladraba, pero su mirada se posaba insistente sobre las personas que atravesaran el radio de su visión, y donde se llegó a sentir la extraña sensación que emanaba del agujero oscuro e intimidante, pero nadie lo comentaba y por prudencia, tampoco lo hacía; algunas veces, cuando ya me había acostumbrado a él, encendía la luz repentinamente y ahí estaba su mirada noctambula, con el insomnio acumulado y vigilante de infinitas noches acumuladas.
Una vez me senté sin plena conciencia bajo su mirada y su tristeza tocó con lágrimas mis cabellos, desperté, y los toqué húmedos y mojados por su dolor. Nadie creyó lo que dije. Para todos era un simple agujero que vino no sé de dónde, como un meteorito atravesando el espacio y rompiendo la fragilidad del silencio y la paz del hogar; un simple boquete que era necesario restaurar pero que mamá impedía por las mismas razones. “Cada vez que vean este agujero acuérdense de mí, aún después de muerta”.
Una vez me senté sin plena conciencia bajo su mirada y su tristeza tocó con lágrimas mis cabellos, desperté, y los toqué húmedos y mojados por su dolor. Nadie creyó lo que dije. Para todos era un simple agujero que vino no sé de dónde, como un meteorito atravesando el espacio y rompiendo la fragilidad del silencio y la paz del hogar; un simple boquete que era necesario restaurar pero que mamá impedía por las mismas razones. “Cada vez que vean este agujero acuérdense de mí, aún después de muerta”.
Aquella noche de abril estaba sentada en la sala, muy cerca del comedor. La televisión le mostraba las noticias del día. Las ventanas y la puerta que daban a la calle estaban abiertas. La noche clara y calurosa mostraba una luna grande y alegre. Fue entonces cuando sonó un disparo al aire por alguien que festejaba, perforando el techo, justo encima de mamá que veía las noticias, a tres centímetros de su cuerpo, detrás de su cabeza. La bala perforó limpiamente el techo y rebotó sobre el piso de cemento. Corrimos a ver qué había sucedido, pero la madre serena alcanzó a decirnos: “menos mal que dejé de mecerme”. Del agujero, nítido y fresco, en el techo salía un olor a pólvora, como si alguien fumara un cigarro, aspirando y soltando el humo a placer. Sin embargo, yo no quitaba la vista de la mirada advenediza y furiosa que fumaba un cigarro, tratando de calmar el estado de ánimo.
Todavía es hora que el agujero permanece en la casa. Más nadie se acordó de él, ni mi madre que tanto defendía su presencia. Pero la vida es contradictoria y a veces resulta siendo una paradoja del destino. A finales de febrero murió mamá. Después del sepelio, al llegar a casa, me topé con el agujero indiferente para todos, observé un dolor profundo en su mirada, en su tristeza explícita, en su mirada ausente, por primera vez lo vi más humano que nunca. No hay dudas que la muerte de mamá afectó su única mirada emocionada. Después de todo, su existencia es posible desde el día que ella autorizó a no borrarlo del techo. Nadie se acuerda de él, pero al ver su mirada triste y ausente evoco a mamá, sentada en su mecedora, viendo su noticiero preferido, y eso en mí se ha vuelto costumbre, tal como ella quería.