La pianista salía a caminar por las mañanas sin importar si lo hacía bajo el frío invierno, la alegre primavera, el verano caluroso, o el triste aire otoñal. Regresaba a mediodía, almorzaba y después de una siesta larga de una hora, despertaba recuperada de las asiduas caminatas matutinas. Nadie sabía adónde iba, o de dónde venía. Su vida se convirtió en un misterio para los vecinos que sabían de su vida por lo que observaban a través de las ventanas; a veces una nota de prensa con su foto aparecía antes o después de un concierto; algunos la habían visto y escuchado su voz en las entrevistas televisivas. Su rostro era hermoso, la piel de sus mejillas exhibía un ligero rubor, sus brazos mostraban un tono muscular firme, los gestos de sus manos acompañaban la voz llena de matices y tonos de otras regiones del mundo. Los vecinos más cercanos que algún día la saludaron muy temprano, se sorprendieron con el brillo alegre de sus ojos y la blancura de sus dientes al sonreír.
Después de una solitaria y breve cena a las seis de la tarde se sentaba frente al piano y sus dedos veloces y precisos inundaban con música clásica la calle. Su semblante perdía la lozanía de la mañana, sus ojos se llenaban de misterio y su corazón latía tan rápido como si persiguiera los dedos sobre las teclas sonoras. Se desgarra todas las tardes en un dolor íntimo y angustioso, compartido solo consigo misma. Los vecinos escuchan las tristes melodías, mientras toman el té, la tristeza que emanaba de las notas, entra por las ventanas abiertas y se pierde en el silencio del crepúsculo.
De las ventanas abiertas de la casa de la pianista salen reiterativas las notas intermitentes, largas y cortas de Silencio de Beethoven, con su aliento triste, y la gente observa que la luna se opaca, perdiendo su brillo, y los árboles se transforman en esqueletos deshojados. Después aparecía Bach con Adagio y unas notas firmes, matemáticas, pero lentas, acompañando la brisa suave y fresca del inicio del otoño; los vecinos cierran los ojos y se extasían en los imaginarios visuales de unos dedos delicados cabalgando con mesura en una coreografía precisa a lo ancho del teclado. No hay día en que deje de insistir con La Marcha Fúnebre, de Chopin, que en invierno deprime a los vecinos con sus notas débiles, vacías y una ansiedad premeditada, triste bajo la fría temporada; nadie se explica que, estando las ventanas cerradas, las notas musicales salgan a la calle, entren en las casas con sus ventanas cerradas. Los vecinos sospechan que la melodía entra por las chimeneas, pero poco convencidos de esta aseveración.
Los vecinos se acostumbraron a los ritmos de su dolor, los altibajos de sus tristezas, a la sospecha de su llanto angustioso a través de las notas musicales; sentían que la mujer quería decirles algo y usaba la música para comunicarles algo, pero eran incapaces de interpretar su angustia y dolor.
Sumida en sus tristezas y melancolías, la pianista llora al compás de las notas. Hace tiempo que lidia con la severidad de su alter ego. Mientras reflexiona, discute consigo misma, sin dejar de llorar, sin dejar de tocar, incapaz de controlar los dedos hábiles y juguetones, saltando sobre el teclado y encaminados voluntariamente hacia la tristeza. Piensa en las mañanas radiantes y alegres cualquiera que fuese la época hasta ser consciente de como su estado de ánimo varía, lejos de toda amabilidad y sin ningún tipo de razón. Es en esos momentos que su música no la exonera de sus impulsos y sus deseos inconscientes. Quiere gritar que es una asesina, que es la causante de las muertes de niños en esta ciudad que la acogió amablemente, sin preguntarle nada y aceptándola tal cual era. Su dolor transmitido a través de la música es incomprensible porque sabe que la gente puede sentir el dolor, pero no comprenderlo, o sentir que algo está comunicando. Escogió la música para expresar su culpa, pero su lenguaje es incomprendido.
Los vecinos se acostumbraron a los ritmos de su dolor, los altibajos de sus tristezas, a la sospecha de su llanto angustioso a través de las notas musicales; sentían que la mujer quería decirles algo y usaba la música para comunicarles algo, pero eran incapaces de interpretar su angustia y dolor. Pero la diversidad de opiniones de los vecinos perdió todo sentido y terminaron conformándose con las sinfonías recurrentes del dolor, y la música triste fluyendo al caer la tarde era un bálsamo de paz que no faltaba a la hora del té.
Pero la pianista continua su vida y agoniza en cada nota tocada por sus atrevidos e incorregibles dedos; en el aire que le falta por momentos al respirar, mientras su cuerpo se mueve levemente el compás de las tristezas; en la armonía de cada latido y las intermitencias súbitas de un corazón que sufre. Entonces surgen los recuerdos que no quiere recordar, el dolor que no desea sentir, la opresión que le impide llorar; también llega la película anticipada de su captura, saliendo esposada a la calle bajo el frío invierno, o el revuelo de las hojas cayendo al suelo y anunciando el otoño. Baja los escalones de su casa, sin mirar a nadie, ¿para qué? Nunca tuvo amigos, aunque se sabía observada. Tampoco los buscó nunca. Con la cabeza baja entra a la patrulla, sin mirar a nadie ni atrás. Desde ese día, los vecinos dejaron de sentir una tristeza que nunca tuvo explicación para ellos.
En los cuentos, Adiós a los sueños y La Pianista, con sus personajes Samuel y La Pianista, Wencel escribe, recreando historias con símiles y metáforas, que impresionan, como la coreografía de los dedos correteando a lo ancho del piano y atrayendo poderosamente la atención, por las características psicológicas de sus personajes. Será que el Escritor nos está adentrando en un estilo, que podríamos llamar, Cuento Psicológico?