Fue una vida inútil, rotunda, implacablemente inútil
Julio Ramón Ribeyro.
A veces en la cotidianidad se hacen alusiones a personas que pasan desapercibidas en el barrio, la escuela, el trabajo, la calle, los amigos; durante la vida misma. Gentes que se fueron para siempre porque se los llevó la pandemia; o porque se mudaron del barrio; o los despidieron del trabajo; o dejaron de ser nuestros amigos. Gentes que, al nombrarlas, se hacía con indiferencia: “no era sal ni agua”, “no fue ni fu ni fa”. Quiero contarles el cuento, Una vida gris, del escritor peruano, Julio Ramón Ribeyro.
“Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la de Roberto …”, comienza la narración. Pues sí, la vida de Roberto pasó desapercibida, navegando siempre en medio de sombras ocultas. Pregunto: ¿Quién quiere llevar una vida mediocre, teniendo la oportunidad de estar en la escuela, o ir a la universidad, con alegría y entusiasmo?
“No tuvo una emoción fuerte…” – prosigue el narrador –, es decir, nunca le puso color a la página en blanco de su vida. Dice Ribeyro, que toda su vida, la vivió Roberto sin contrastes: no fue bruto ni inteligente, ni serio ni jocoso, ni bueno ni malo, ni estéril ni imaginativo. Simplemente cuenta el narrador fue “agua tibia, árbol sin savia, una sonrisa sin expresión”. Entonces me pregunto y pregunto a mis estudiantes: ¿quieren acaso vivir una vida con o sin pasión, donde aflore el entusiasmo evidente o la penumbra del ostracismo? Sólo puedo decirles que cada día vivido en la escuela, o en las aulas de clase, hay que atreverse a descubrir y mostrar ese talento escondido que llevan por dentro y que día a día tendrán que interrogarse y esforzarse por emprender un viaje profundo dentro de sí mismo, para descubrirlo.
“Sus ojos carecían de potencia, como una lámpara mal encendidas, y su voz era de un tono vulgar como corriente era el color de sus cabellos” – dice el narrador. Además, pienso que la luz de la pasión nunca se encendió en Roberto. En tal sentido, fue una vida apagada.
Continúa diciendo el narrador: “su presencia no era ansiada ni evitada…no se notaba su presencia en el grupo de sus amigos cuando asistía, ni se esperaba en la ausencia cuando faltaba”, y eso sucedía porque no tenía una particularidad que lo hiciera diferente: no cantaba, no contaba chistes, tampoco sabía decir un piropo; carecía de una afición; no le conocían una ideología, por eso nadie le preguntaba y él no se preocupaba por referirse a ello. Si algo triste hay en la vida es pasar desapercibido y eso le sucedió aRoberto.
Se decía deRoberto que su conversación no era amena, ni profunda, ni elegante, y si alguien hablaba con él enseguida se olvidaba de lo que habían hablado. Pregunto: ¿cuántos de mis estudiantes se exigen para hablar seriamente sobre temas y situaciones que nos competen día a día, que padecemos?, ¿De qué hablamos, cómo hablamos, qué sentido tiene lo que hablamos? Y no niego la riqueza de nuestro lenguaje, pero lo cierto es que desde él nos gozamos lo banal, la mamadera de gallo, pero también la profunda seriedad con argumentos en cualquier contexto que nos hallemos, ya sea en la casa, la calle, la escuela. Sugiero entonces aprovechar y expresar las riquezas del lenguaje y no desperdiciarlo en conversaciones que nunca más recordaremos.
“su presencia no era ansiada ni evitada…no se notaba su presencia en el grupo de sus amigos cuando asistía, ni se esperaba en la ausencia cuando faltaba”, y eso sucedía porque no tenía una particularidad que lo hiciera diferente: no cantaba, no contaba chistes, tampoco sabía decir un piropo; carecía de una afición; no le conocían una ideología, por eso nadie le preguntaba y él no se preocupaba por referirse a ello. Si algo triste hay en la vida es pasar desapercibido y eso le sucedió aRoberto.
Nadie nunca le pidió la opinión aRoberto, mucho menos un consejo. Nunca tuvo un amigo que fuera su cómplice para las bromas, o para afrontar la seriedad de la vida. No se gastaba ni un apodo cariñoso, que reflejara alguno de sus rasgos. Sus notas de estudiante no fueron brillantes, ni despertaban envidia; tampoco tan desastrosas que produjeran risas; sus notas fueron siempre un seis, o un siete. No digo esto para señalar a alguien, pero como estudiantes, hay que comprender que los retos de este siglo son la excelencia y la disciplina para trascender, no para seguir siendo seres humanos anónimos, invisibles, ninguneados.
Cuenta Ribeyro, que Roberto, leyó a Verne, a Dumas y a otros escritores de folletines, pero jamás dijo que autor le gustó más, o que personaje le inspiró simpatía. “Nunca se preocupó por señalar sus preocupaciones literarias”, concluye el narrador. Roberto no se apasionó por la escuela, tampoco mostró curiosidad. “Lo vivido era para él, inservible”. Cuando egresó del bachillerato, no extrañó el colegio y enfrentar una nueva vida no lo intranquilizó. Estudió lo que su padre le dijo y transitó por sus estudios sin fastidios ni entusiasmo. Jamás se planteó un problema existencial, mucho menos se preguntó para qué vivía. Todo lo contemplado por él, estaba exento de la curiosidad artística, de la emoción poética.
Siempre, sin percatarse de ello, fue un mediocre. No se enorgullecía de su origen; nunca llamó la atención por su fortuna y menos impresionó por su miseria. Su padre no fue un padre notable y eso le privó de toda responsabilidad familiar; como no fue descendiente de algún delincuente, no tuvo ningún complejo que ocultar.
Su tesis de grado no fue brillante ni estremeció de emoción al viejo jurado; sin embargo, no presentó una idea estúpida que mereciera un disentimiento.
Abrió un estudio discreto al que acudían mediocres como él. Ejerció silenciosamente su profesión; nunca tuvo una intervención notable, mucho menos un fracaso particular. La placa con su nombre en la puerta de la oficina, perdió su brillo, y sus cabellos encanecieron. Sus días fueron iguales, insípidos, sin sobresaltos. Nunca se casó, y ya eso hubiese sido un motivo para justificar su existencia. Fue un inútil, ni siquiera tuvo descendientes.
“Y por fin murió”, lo dice Ribeyro, el narrador, con una sensación de liberación, casi se percibe como un suspiro de alivio. Roberto tuvo una muerte “vulgar, pueril, antipática”. Su muerte no fue noticia: no se cayó de un edificio, ni lo arrolló un tren, no fue corneado por un toro en las fiestas de Corralejas, en Sincelejo, o en las calles de San Fermín. Nunca se comentó su muerte en los periódicos. Un simple resfriado en invierno, mal cuidado, se lo llevó a la tumba un miércoles cualquiera de un fin de mes.
A su entierro asistieron algunos colegas, más por solidaridad profesional, que por afectos. Hubo pocas flores y lágrimas. Ni siquiera tuvo una lápida. Un tío lejano le pagó una misa, a la que fueron tres personas. Después vino el olvido. Nadie lo evocó con afecto. Fue olvidado en las conversaciones, nadie lamento su muerte, ni le rezaron por las noches.
De su paso por la tierra no quedó nada bueno; como si nunca hubiese existido, como una estrella fugaz perdiéndose en el mar, como un fuego apagándose sin dejar cenizas. Quedó hundido en la nada, llevándose lo que tuvo: cuerpo y alma, vida y memoria, latido y recuerdo.
“Fue una vida inútil, rotunda, implacablemente inútil”, es la última frase del cuento, afirmación concluyente de una vida que no fue sal ni agua.
Hoy es el primer día de clase y pregunto a mis estudiantes: ¿quieren ser protagonistas de sus vidas o imitar la vida inútil del Roberto? No es necesario responder ahora, pero cada día que pase tienen la posibilidad de interrogarse y darse respuestas eventuales cada mañana. De ser capaz de trascender con las mentes abiertas en la búsqueda de los sueños. En cualquier parte que te encuentres hallarás los caminos del éxito y el fracaso planteándote el dilema de la disyuntiva que solo podrás elegir con la mente abierta para encontrarte a ti mismo en el ejercicio de la autonomía: pensando y escribiendo los capítulos de tu vida, y no dejar que sean otros los que lo hagan por ti y te conviertan en el inútil protagonista de esta historia, haciéndote invisible y ninguneado para toda la vida. Recuerda que la existencia no es fácil de llevar y es más difícil aun cuando nos toca llenarla con los contenidos necesarios – según Ortega y Gasset – para que le den sentido a la vida, a la vida personal de cada uno, siempre tributando a la consolidación de eventos y episodios que contribuyan a la autorrealización personal, a la biofilia, como una experiencia gratificante de profundo amor a la vida, en palabras de Eric Fromm, en El Corazón del Hombre. Feliz año 2022. Recuerden que Dios hizo suficiente, ahora nos toca labrarnos el camino ante las incertidumbres que nos depara el siglo XXI.
Profe ,me gusto’mucho la descripcion q haces del personaje para q los jovenes de hoy tengan en cuenta la participacion q deben o no’ tomar para destacar en este mundo q a pesar de tanto avance q ha habido parecen ignorar la senda q se les avecina tan rapido q no se dan cuenta q el mundo y el tiempo no se detiene . La juventud necesita oir a personas q sepan como usted a despertarlos de la pasividad en q se encuentran.