Mi madre nunca fue a la escuela, pero era una mujer de dichos y diretes, de refranes y sentencias. Cuando a lo largo de su vida escuchaba rumores, primero entre vecinos, después por la radio, más tarde por las noticias de la gente que iba de paso y se detenía en su negocio, por último, la televisión con sus augurios apocalípticos, sobre la muerte o, el fin del mundo, incluso, sobre el fin de cada año que vivió durante más de 80 junios, siempre se mostró escéptica.
“Tú eres pendejo, el mundo se acaba pa´el que se muere”, decía con su filosofía pragmática de la vida. ¿Dónde lo aprendió? No sé. Seguramente su vasta experiencia inmersa en el mundo de la vida le permitió construir esa opinión. “El mundo jamás se acabará”. Era contundente y tajante como su carácter de mujer vigorosa; algo que siempre me llamó la atención de esa mujer que me albergó en su vientre por nueve meses; fue su coraje para enfrentar la vida y la malicia natural para desconfiar de los presagios, las malas energías y los cuentos de brujas y fantasmas.
Se preocupó para que sus hijos estudiáramos, trabajaba incansablemente en el mercado de Soledad, vendiendo arepas, carimañolas, empanadas, bistec, tinto y café con leche. “Trabajo como una burra, para que ustedes no sean burros”, nos decía con el peso de la fatiga en el cuerpo, por las noches, sacando cuentas en una libreta vieja, que sólo ella entendía, después de un aprendizaje a la fuerza y por necesidad: “me basta con escribir mi nombre, quién me debe, quién me paga, quién está a paz y salvo, y las cuatro operaciones matemáticas”, decía, sin que le diera pena su lectura lenta y demorada, que nunca mencionaba, pero que siempre fue el pretexto para advertirnos y llamarnos la atención: “Se dan cuenta por qué aprender a leer es importante”, nos miraba con la cabeza levantada sin vergüenza, asumiendo su dificultad y siendo el ejemplo vivo para no ser como ella.
Por estos días, la gente se prepara para quemar el año viejo. Se observan unos con vestidos enteros, otros con camisas vaqueras, jean azul y tenis, indiferentes a lo que les espera, como esos reclusos que saben que tienen los días contados ante la cámara de gas, o la silla eléctrica. Se encuentran a lo largo y ancho de las calles de muchos barrios del municipio y del departamento del Atlántico. Sombrero de ala corta, pañuelo anudado al cuello, gafas oscuras, terminan de conformar la indumentaria de este hombre – que se repite por toda la región, como el Hombre Duplicado de Saramago – muy parecido a un espantapájaros, sentado en un taburete de madera con una botella de ron en la mano, expuesto al sol inclemente de diciembre y las frías brisas de las madrugadas. Verlos sentados en las esquinas, sobre una calle, o en el centro de una plaza, permite evocar al maniquí de la obra teatral de García Márquez, Diatriba de amor contra un hombre sentado. La gente del barrio, de todos los barrios, los ven y sonríen, los tocan y sonríen, los insultan, les mientan la madre, les dan puntapiés y puñetazos mientras los sostienen para que no se caigan, y la indiferencia desafiante le dure hasta el último minuto del año. Los más condescendientes hasta se toman selfis al lado de los hombres sometidos a tales vejámenes de burla y desprecio, quizás con el propósito de comparar este año que acaba con la finalización del año venidero; algunos hacen catarsis y les dicen de cuanta cosa se les viene a la imaginación, sacándose la amargura y la frustración de todo un año. Aunque le sucedan todas estas vejaciones, el año viejo no pierde la compostura y, como buen estoico, reconoce sus errores y acepta con honor y dignidad la muerte, aunque sea en la hoguera a la medianoche del treintaiuno de diciembre.
Si Matilde estuviera viva, estaría sentada junto a mí, viendo, a través de la ventana o la terraza, como el año viejo es expuesto al escarnio público. “Mira lo que hace la gente, parece que quisieran olvidarse del pasado”, me diría con sus sentidos femeninos muy acuciosos. “Queman al pobre hombre, pero no son capaces de prenderse fuegos ellos mismos”, lo comentaría con su seriedad de siempre, sin alardes, tal vez queriendo ser objetiva. “A ver, ¿qué culpa tiene el año viejo?”, plantearía ese dilema cuestionando quién es más culpable. Aunque estuviese a mi lado, en silencio, leería sus pensamientos: “Nadie se interroga sobre qué hice, qué dejé de hacer, en qué fallé, qué debo corregir”, después me miraría a los ojos y me enrostraría: “aprendí a leer por mi cuenta, trabajé duro sin favores políticos, ahorré para que estudiaran y nunca se me pasó por la cabeza la pendejada de quemar un año viejo”.
Somos animales con memoria que nos cuesta desligarnos del pasado, pero queremos olvidar; sin embargo, en lo personal, nos asusta quedarnos sin pasado, sin memoria.
De ella aprendí que las revoluciones se hacen empezando con uno mismo, porque no es fácil cambiar la forma de pensar de un día para otro. Que el optimismo es conveniente si se asume con los pies en la tierra y con una vida serena y desafiante ante los malos gobiernos, las tragedias, las faltas de oportunidades; que hay que vivir alerta para dejar de ser objetos de estudio de una política técnica, que cada día degrada nuestra condición de sujetos políticos; cuando lo desconocido nos aterra, sin embargo, no hay que perder la posibilidad de persistir para conocer y dejar de ser esclavo del azar. Es el entusiasmo personal lo que nos transforma para vivir una vida plena, sin agotarnos, pero con la conciencia enfocada para convivir con los demás.
Diciembre ha quedado exhausto, está a punto de expirar, sin embargo, la gente saca un segundo aliento – como en el esfuerzo deportivo – y las fatigas desaparecen bajo el ímpetu de la alegría, la música estridente y el brindis lleno de esperanza. Suena la canción, “faltan cinco pa´ las doce”, y la gente se cruza en las calles hiendo y viniendo para “abrazar a su mamá”, los que gozan del privilegio de que la vieja esté viva apresuran el paso porque todos los años “el año va a terminar”, igual que el cuento de nunca acabar del gallo capón. La música sigue sonando y el locutor incansable, adicto a la alegría, nos recuerda a todos con su vozarrón, que “se está acabando el año”. Entonces suenan los pitos, las sirenas de los carros; la algarabía de los vecinos junto con la música estridente es una torre de babel, donde nadie se entiende, caos que aprovecha el borrachito para irse de la fiesta sin pedir perdón. La música sólo se identifica a través del ritmo y la cadencia de los cuerpos que se mueven al compás de la salsa, el vallenato, la champeta y el merengue.
Ha comenzado el año nuevo y cada habitante del planeta que practica este ritual de despedidas y bienvenidas asume su realidad, particular y única. La fiesta ha terminado y el año viejo se ha sacrificado de múltiples formas, en un ejercicio de expiación de las culpas celebrando, en el fondo, la incertidumbre del futuro y olvidando los malos recuerdos, eso creemos. Somos animales con memoria que nos cuesta desligarnos del pasado, pero queremos olvidar; sin embargo, en lo personal, nos asusta quedarnos sin pasado, sin memoria. Miremos el pasado con su tragedia y sus debilidades y dejemos que aflore la vergüenza y el desafío, y afrontar el futuro con el recuerdo de las alegrías pasadas.
- Ha muerto el año viejo – Es el comentario de los vecinos del barrio, recordando la noche del treintaiuno.
- No murió, lo asesinaron, se gozaron su muerte – dice la vieja Matilde, burlándose de la muerte y entrometiéndose en la conciencia de la gente.
- ¿Por qué dice eso? ¿No estuvo de acuerdo con su muerte? – la interrogan, o se interrogan y le reclaman con recelo, algunos todavía acostados, mirando el techo bajo los efectos del trasnocho y la resaca.
- ¿Por qué se ensañaron con él? ¿Acaso todo fue malo, dónde quedaron sus alegrías? – les recrimina la anciana con firmeza desde el más allá.
- Se acabó el viejo 2022. Les invito a que este año recién nacido, 2023, lo viva cada uno de la mejor manera, evitando el despilfarro de energías destructivas – han sido las últimas palabras de la vieja Matilde, esfumándose en la mente de la gente, consciente que la vida continua, aunque el mundo solo se acaba para el que se muere.
Los años pasan por las vidas de las personas, dejan sus huellas en la psiquis de los colectivos humanos. Los años no son buenos ni malos, todo depende de la historia vivida como sujetos y la interpretación que se hacen de esos trescientos sesenta y cinco días, reiterativos, rutinarios, o asombrosos, llenos de muchos o pocos colores. ¿Por qué dejamos que los años nos marquen? Depende como lo asumamos, así será nuestra óptica y, ¿por qué no?, alguna vez celebraremos el año viejo, mirándolo con respeto, bebiendo de su sabiduría, venerándolo, dejándolo ir como un anciano que sabe que su ciclo ha terminado, pero que en la dimensión del tiempo en que se halle le estaremos agradecido por ser menos barbaros e impulsivos pirómanos.
Cada año trae cosas nuevas, pero esas novedades son pensadas por cada uno de nosotros. Las horas, los días, las semanas, los meses, los años, siempre nos traerán algo nuevo, significativas alegrías, o tristezas, que tendremos que afrontar. Estamos vivos y eso es lo que prevalece en el ejercicio cotidiano de la esperanza, como resalta H.D. Thoreau, en su contemplación cotidiana del vuelo de las aves bajo un cielo azul: “Aunque no haya nada nuevo sobre la tierra, siempre hay algo nuevo en los cielos”.
Año nuevo, vida nueva, pero ¿cómo? Asumiendo el tamaño de la responsabilidad como personas, desacostumbrándonos de esperar y salir con fervor a la búsqueda de la felicidad, que no está en manos de otros, sino de nosotros mismos.