La noche anterior, nadie podía dormir.
La mañana siguiente, nadie quería despertar.
Cerrado por fútbol. Eduardo Galeano.
Ser espectadores de este campeonato mundial de fútbol en Qatar, es llenarnos de nostalgia al evocar los recuerdos de aquel día de finales de enero, cuando aficionados e hinchas se convencieron que la razón de los números estaba por encima de las pasiones. El día amaneció radiante. Desde muy temprano, antes de salir el sol, el brillo de las camisetas amarillas iluminaba el espíritu de peatones, conductores y pasajeros. Para muchos, que recobramos lentamente la lucidez a medida que avanzaba el día, el amarillo brillante de las camisetas, el sol levantándose por encima del río, las brisas frescas de la mañana, recordamos que la Selección Colombia enfrentaría por la tarde, a las 4 pm, a la selección de Perú. Era finales de enero, veintiocho del veinte veintidós para ser exactos. En las emisoras radiales sonaban vallenatos, salsa y música de carnaval. Los pasajeros en los buses bailaban la música con los pies, las manos, con todo el cuerpo; los taxistas y conductores de vehículos particulares tarareaban y llevaban el ritmo de la música, tamborileando con los dedos el timón, mientras esperaban, sin prisa, que avanzara la larga fila de carros por la Circunvalar, la Calle Murillo, o la Ocho. Las conjeturas fluían diversas y el nacionalismo era evidente en los locutores, peatones, parroquianos y conductores, que se emocionaban con ese viernes alegre, de sol radiante y la brisa alegre refrescando el Caribe.
En los colegios los profesores se preguntaban y también sus estudiantes, ¿cuál será el marcador de hoy? Pregunta abierta para múltiples respuestas que coincidían en dar un solo vencedor: Colombia, ganador. Pensar que nuestro equipo nacional perdería era un absurdo, y de local menos; algunos se reservaron los pronósticos y optaron por el silencio; otros se volvieron adeptos al profesor que daba su marcador con vehemencia y autoridad, basado en su experiencia personal, cálculos matemáticos y especulaciones subjetivas. Esa mañana, en las clases se percibía un aroma de entusiasmo porque la jornada de estudio sería más corta y los colegios se despojaron de su uniforme de diario para vestirse con la camiseta de la selección.
A mediodía, la televisión en casa mostró a los hinchas acérrimos que visitaban la casa de la selección en Barranquilla. Llegaron de sus lugares de orígenes, mostrando su alegría espontanea, en pequeños grupos, vestidos con bermudas de colores, camisetas amarillas con el logo de la selección y el nombre del jugador admirado escrito en la espalda. Era evidente el entusiasmo de los periodistas y las barras regionales; los políticos en las zonas de VIP – que nunca faltan – exhibían carismáticas sonrisas en actitudes proselitistas. A ninguno se le ocurrió pensar en la derrota, a nadie le preocupó Perú, no pasaba por la imaginación de la gente una derrota.
Sin embargo, nadie predijo que el peruano Flores haría el único gol del partido a los ochenta y cinco minutos del segundo tiempo. Ahí se acabó la alegría. El Metropolitano enmudeció, se apagaron sus rugidos y el silencio fue acompañado por lágrimas, el afán de comerse las uñas y la gente pujando con la mirada puesta en la pelota. La calle Murillo continúo con sus negocios abiertos hasta la madrugada del sábado, los estaderos bajaron el volumen de la música y el despecho se metió en el alma de los cerveceros que presenciaron el partido por televisión hasta hacerlos llorar y discutir sobre lo que pudo ser y no fue. Las barras peruanas y los jugadores agotaron su alegría en la noche, mientras que las locales todavía incrédulos se resistían a dormir.
Entonces, Perú comenzó a soñar con Qatar, consciente que su estrategia defensiva dio resultado; su pensamiento táctico colectivo evidenciado en la cohesión de grupo sólo necesitó el remate de Flores asistido por Cuevas. En este partido cerrado no fue necesario que los Incas mostraran sus habilidades y destrezas técnicas – como lo hacía César Cueto, el poeta de la zurda, en sus mejores tiempos –, bastó una llegada a la portería de Ospina y la malicia estratégica tomada de Sun Tzu, en El Arte de la Guerra, que señala a la mejor defensa siempre como un buen ataque; sí, de ese aparente acorralamiento del equipo colombiano sobre el peruano, surgió la picardía de Flores. Así de sencillo. Perú comenzó a soñar con más fuerza desde ese día con Qatar, mientras que a Colombia el sueño se le estaba volviendo difuso.
Los turistas, en su mayoría no quisieron saber nada de rumba por la noche en la Puerta de Oro, ni tampoco quisieron hacer un tour por el malecón. La Federación de Fútbol de Colombia fue consciente de la pérdida del equipo, pero el negocio de la boletería los dejó con las manos llenas.
Recordamos al técnico Rueda con su eterno rostro de preocupación y sus expresiones ambiguas e inciertas, y argumentos muy flojos. Circulaban las conjeturas hiendo y viniendo por la prensa y la televisión; el escepticismo en la cara de un James devaluado y comportamiento adolescente, dándole la vuelta al planeta; los cuestionamientos y la autocrítica merodeaban la mente del incansable Falcao, acostado y mirando el techo en la soledad de su habitación, con las manos en la nuca; las preguntas de un Cuadrado con una mente dispersa vagando entre el cariño de los italianos y el amor – odio de sus compatriotas. Se cuenta que los jugadores a la mañana siguiente, sumidos en su amargura evitaban despertar a su triste realidad.
Los peruanos desde ese día estuvieron más cerca de sus sueños, sabían que el próximo partido era en casa. Colombia, con el peso de la derrota en sus hombros, tenía que empecinarse en superar esa última historia de falta de goles y de pérdidas, para volver a soñar, no individual, sino en colectivo. En ese momento, después del pitazo final, los jugadores estaban casi convencidos que el sueño de Qatar se derrumbaba, y todo dependía de cómo se afrontase el próximo reto de visitante ante Argentina.
Si la mañana fue radiante, la noche se sumergió en la penumbra de la depresión. Barranquilla durmió intranquila su frustración. Los vendedores de camisetas y suvenires de la selección – les tocó bajar los precios a partir del día siguiente – recogieron su mercancía pensando que su economía en vez de reactivarse los llevaba directamente a la quiebra. Muchos taxistas durmieron en casa sin ningún tipo de trasnocho y sin haber hecho la tarifa. Los hoteleros contaban sus ganancias que pudieron ser más. Los turistas, en su mayoría no quisieron saber nada de rumba por la noche en la Puerta de Oro, ni tampoco quisieron hacer un tour por el malecón. La Federación de Fútbol de Colombia fue consciente de la pérdida del equipo, pero el negocio de la boletería los dejó con las manos llenas. El ánimo de la gente común y corriente, esos que vieron el partido en su casa, o en un estadero, o se apostaron en un centro comercial, prefirieron irse a casa a llorar su derrota, sin descartar la posibilidad de un suicidio por honor al ser irrespetados en el propio patio, en la propia casa de la selección. De los murmullos nocturnos salían con rabia y agresividad insultos especiales, que le recordaban la madre a Rueda y todo su equipo. Las redes sociales entrecruzaban sus memes con notas humorísticas, explicitando con sus bromas el refrán popular de: al mal tiempo, buena cara.
Junto con el amanecer de ese día – olvidé mencionarlo – un canario posado en el ciruelo elevaba su canto de felicidad, confundiéndose su alegría con el sol, la brisa, el color de las camisetas. Su pecho amarillo, henchido de energía, contenía el maravilloso trino. Esa energía fue la que le faltó a un equipo cansado de la fama, los abusos, la indisciplina, el dinero, los viajes, la explotación y la falta de sentido. Un equipo que fue indiferente a las emociones, las alegrías, a la conciencia ingenua de los espectadores. Esa noche, en medio de los brazos de Morfeo, no se descartó que muchos de los aficionados en la inconciencia de sus sueños – temerosos de una realidad policiva– protagonizaran una marcha, una revuelta y les vociferaran a los jugadores del mal que morirían.
Desde ese día el peso de la razón se impuso sobre las emociones, difícilmente Colombia iría a Qatar, teniendo un próximo rival que lo esperaba en su tierra, Argentina. Esas evocaciones aparecen en mi memoria, por estos días, viendo a Ecuador ganarle a Qatar en el partido inaugural. Observando jugar al equipo árabe frente Ecuador, me confundo por momentos, creyendo que es Colombia la que juega, pero no es así, es la selección de Ecuador. No tengo favoritos en este mundial, pero mi pensamiento se expande apoyando a cada uno de los equipos suramericanos en este Qatar 2022.
Mientras tanto, se escuchan a algunos incrédulos todavía, sentados ante la pantalla del televisor, viendo uno de los tantos juegos: ¡Qué vaina, Colombia, ¿dónde estás? La realidad nos devuelve la conformidad y aceptación, pero el malestar seguirá intacto hasta el 2026. Ese día, recuerdo, parafraseando a Galeano, el estadio quedó solo y los hinchas se dispersaron, y el día terminó melancólico, igual a la sensación que deja el miércoles de cenizas después que ha muerto el carnaval.
Excelente escrito profesor mis admiraciones para usted y mi respeto un abrazo