El 9 de setiembre del 2009 el físico británico Stephen Hawking lanzó el libro titulado The Grand Design, en donde afirma que la física moderna excluye la posibilidad de que Dios crease el universo. “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el Universo pudo y se creó de la nada. La creación espontánea es la razón de que haya algo en lugar de nada, es la razón por la que existe el Universo, de que existamos…No es necesario invocar a Dios como el que encendió la mecha y creó el Universo”. Afirmó
Hawking renuncia así a opiniones anteriores expresadas en la obra ‘Una Breve Historia del Tiempo’, en que sugería no había incompatibilidad entre la existencia de un Dios creador y la comprensión científica del universo. “Si descubriéramos una teoría completa, sería el triunfo final de la razón humana, porque así conoceríamos la mente de Dios”. Había dicho.
La postura del científico inglés no es ninguna novedad, algo extraordinario que impresione y produzca cambio de opinión en los que sí creemos en la divinidad. Por el contrario, nos reafirma en la creencia de que Dios está aquí y en todas partes, aunque no lo veamos, todo el tiempo: es eterno.
“Solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos” leemos en el Principito de Saint Exupery. Dios es espíritu, un espíritu superior. Carece, por lo tanto, de figura corporal. Sin embargo, el imaginario colectivo lo considera un viejo barbón, sabio y todopoderoso que habita en el paraíso celestial.
Los que aceptamos su existencia no tenemos problema alguno en reconocerla. Ni preocupación por demostrarla. Es creencia que aceptamos en conformidad con una fe que profesamos.
La dimensión religiosa es irracional si tenemos en cuenta que la postura humana ante lo sagrado no es comprensible a la luz de la razón. Ni afirmar que corresponda a una postura animal si es el hombre, exclusivamente, entre todos los seres vivos creados, a quien compete tal caracterización. La naturaleza religiosa es, por consiguiente, estado suigéneris de la naturaleza humana.
La realidad religiosa no surge en forma exclusiva de una naturaleza o la otra. Es, un tercer estado de naturaleza presente con más o menos intensidad, pero siempre presente en el ser humano. Mecanismo de compensación a las deficiencias que se puedan dar por la imperfección y debilidad de la naturaleza biológica, como de la naturaleza racional ante la imposibilidad, esta última, de entenderlo y comprenderlo todo.
Detractores de lo sagrado se empeñan en señalar, con cierta arrogancia, que creer en Dios es una alienación, una sumisión, oscurantismo. He allí, su obsesiva dificultad. Tácitamente, con esta actitud, demuestran que si está aquí. Que Dios existe. ¿Porque tanto afán en demostrar su no existencia?
Su resabio, en extremo racionalista, los lleva a ocuparse de él, que obstinadamente niegan, en actitud soberbia, jactanciosa. En muchos, la contemplo como simple y cómoda pose pseudointelectual. Obvio, están en todo su derecho a creer o no creer. Supongo, no es el caso de Hawking quien posee inteligencia que algunos comparan con la de Albert Einstein que si consentía la existencia de un poder creador.
La circunstancia especial de estar inscrito en todo el proceso de la creación puede forjar en el hombre, criatura, la idea de sentirse parte o resultado de esa fuerza. De esa conciencia suprema que hemos llamado Dios.
Se me antoja acomodaticia, con todo respeto, la idea sobre Dios para los que alardean de ser ateos; por cuanto afecta sus más caros ideales científicos, políticos, sociales y hasta sus intereses económicos. Solución, para ello, es matar a Dios, en el caso nuestro al Dios de los cristianos entronizado en la cultura occidental. Lo hizo Nietzsche para fundamentar su mítica teoría del superhombre. Una deidad distinta. Un hombre endiosado, contradictoria del Dios crucificado.
El desconocimiento de nosotros mismos, como sujetos de sentimientos, no solo de razonamientos, dificulta acariciar la existencia del Dios verdadero que habita en el interior de nuestro ser. La de un “espíritu superior” según la visión divina de Einstein. Allí tiene su morada predilecta, su santuario preferido.
“Si Dios no existe, todo está permitido” le hace decir FEDOR DOSTOIEVSKY a uno de los hermanos Karamazov. La sabrosura, pues, “Del todo vale”; eslogan de campaña que alguna vez utilizarael filósofo, exsenador y excandidato Antanas Mockus.Ausente Dios, en el contexto de una moral heterónoma, todo está permitido.
Los incrédulos, en la perspectiva que imaginan al ser supremo de los creyentes, en sus distintas manifestaciones, cometen el mismo error de estos. Ubican la divinidad en la proyección personalizada y humana que le han dado para rendirle tributo. Esa deidad es inexistente. Solo, una figura representativa, simbólica; llámese: Jehová, Yahvé, Alá, Buda, Ra, Zeus, Bacatá, Quetzalcóatl o el Gran Arquitecto etc.
Lo sagrado ha sido conceptualizado de distintas formas según diversidad de religiones y creencias. Panteístas entienden lo sagrado como el ser común a todos los entes, un ser universal, unívoco.
Budistas asumen lo sagrado como ausencia, un abismo insondable sin cualificación.
Algunas tribus de América imaginaron monstruos en acecho, hostiles, como enemigos.
Mayor parte de teísmos entronizan como sagrado a un Dios benévolo, absoluto, cuyo mayor tributo es la bondad hacia los hombres.
El cristianismo enseña que el misterio y valor absoluto es un hombre crucificado en quien habita la plenitud de la Divinidad.
Es tal la certeza de una estructura religiosa, intrínseca a la naturaleza humana que, según Mircea Eliade, si desaparecieran todas las religiones establecidas con sus prescripciones y ritos la religiosidad continuaría con formas nuevas, diferentes y renovadas a través de manifestaciones aparentemente profanas o secularizadas.
Muchos abandonan, entonces, la fe en un Dios del que fueron fieles devotos, basados en los errores humanos de los hombres clérigos que conforman el establecimiento religioso, llámese iglesia.
El desconocimiento de nosotros mismos, como sujetos de sentimientos, no solo de razonamientos, dificulta acariciar la existencia del Dios verdadero que habita en el interior de nuestro ser. La de un “espíritu superior” según la visión divina de Einstein. Allí tiene su morada predilecta, su santuario preferido. El apóstol Pablo lo entendió así al considerarnos templos del espíritu santo. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? 1 corintios. 3:16, 17
Vehículo expedito para tener acceso a lo divino es mediante las emociones. Emociones que, originadas individualmente, pueden generar conmociones colectivas; en ocasiones, desbordantes de la esencia purificadora de lo sagrado; para bordear los límites de un fanatismo ciego, caótico y destructor.
Perdemos tiempo buscando el rostro de la divinidad en las grandes catedrales o en seguimiento a complicados sermones de los que se proclaman sus enviados o voceros. Inconscientes de que el señor de los señores reside entrañable dentro de mí. Dios es amor advierte el apóstol San Juan. En el amor que brota de nuestros corazones se manifiesta la presencia del Dios que en nosotros habita.
El establecimiento confesional explota, lucrativamente, la dimensión religiosa, sagrada, connatural a la condición humana con diversas organizaciones, denominadas iglesias, que proyectan a sus seguidores un Dios todopoderoso, distante y lejano. Salvador en unas y castigador en otras.