Y entonces
no sirven para nada
las palabras.
Benito Taibo
Me cuenta el abuelo – cuando los años y la proximidad de la muerte le humanizaron el carácter – que el amor de su vida fue la abuela Josefa. Reconoció antes de irse al otro mundo que él fue el culpable, el que lo echó a perder todo; sus ímpetus de macho le obnubilaron la mente. La abuela lo quiso – me contó antes de morir –, pero el abuelo era incorregible y no controlaba la bragueta con las mujeres que a diario visitaban la tienda en el centro del mercado de Ciénaga. Con frecuencia lo sorprendió en la trastienda, pero para evitar escándalos se hacía la de la vista gorda perdiendo la cuenta de las veces que lo pilló in fraganti. “Se cansó y me dejó”, me dijo el abuelo, recordándola en su agonía. Así fue. La abuela llegó oriunda de Panamá, cuando ya había dejado de pertenecer a Colombia, simplemente vivió en ese país su infancia y juventud al que ya nunca más volvió.
“Era la única morena en la familia y me rechazaban, por eso me vine para este país. Toda mi familia era blanca”, había nostalgia en su mirada, pero tuvo la fortaleza y el valor de no mirar atrás. Se sabía despreciada por una familia que conocimos. Era alta, de piel morena y suave, caderas anchas, mirada desafiante, acostumbrada a sostenerla ante cualquiera, sin bajarla, los cabellos largos y negros caían sobre la espalda. El porte desafiante y esa capacidad para no arrugarse al trabajo, y la belleza que emanaba de su persona, junto con su tesón, “fue lo que me enamoró”, recordaba el abuelo en sus últimos momentos de lucidez, desvariando en la percepción del tiempo, ya que la abuela había muerto tres años atrás.
A los siete años tomé conciencia de quién era mi abuelo y cómo lo llegué a conocer desde niño. Era divertido verle caminar recto y digno con su uno y cincuenta y cinco de estatura. Siempre luciendo sus pantalones caqui bien planchados y el quiebre preciso. Andaba en camisilla por toda la tienda, sin camisa, dejando entrever el pecho agitado por la pasión y espíritu de mercader que lo embargaba, “porque el ventilador echa más calor que aire fresco”, decía, mientras se secaba el sudor a chorros, detrás de la máquina registradora. Sobresalía montado en un taburete de madera para tener el dominio de la puerta, de los clientes que entraban y salían, y dos indios que había criados – que todos en el mercado rumoraban que eran sus hijos – que le ayudaban atendiendo a los clientes.
Una libra de arroz, dos panelas, media botella de manteca, una libra de cebolla roja, una caja de fósforos, sacos para el carbón, pan de sal y mogollas, miel de abeja, un saco de carbón, un par de estropajos, eran los artículos más vendidos y las voces fuertes y altas de los indios se imponían sobre la algarabía del mercado, el pito de los buses y la gritería de los vendedores ambulantes. “Estos indios son buenos para gritar, no para sacar cuentas, por eso les digo siempre que, si no fueron a la escuela, agradézcanle a Dios que hay trabajo”. Cabizbajos y obedientes, se habían convertidos en unos perros fieles, defendiendo al abuelo, “ellos son brutos, pero no maricas, tienen que defender a quién les da de comer”, se jactaba el abuelo, viendo el trasteo de sus empleados en silencio, ante la ausencia de clientes que atender.
Me importan un carajo que se rían de mí, decía en voz alta, a gritos, para que le oyeran los vecinos, y llevando de lazo a la abuela. Ahora que recuerdo, era cómico ver al abuelo en miniatura junto a la estatura de la abuela, su elegancia y el porte altivo de mujer digna, “y enamorada, pero jamás arrodillada ante ningún hombre”. Esa aparente ridiculez la tenía sin cuidado, le era totalmente indiferente. Se dejaba tomar del brazo del abuelo y eso la hacía sentirse protegida, “desde el primer día me acogió, me respeto y me enamoró”, me contaba la abuela, recordándolo años después en el municipio de Soledad, evocando los tiempos vividos con el abuelo en Ciénaga. “El día que nació tu madre, decidí dejarlo para siempre”.
El porte desafiante y esa capacidad para no arrugarse al trabajo, y la belleza que emanaba de su persona, junto con su tesón, “fue lo que me enamoró”, recordaba el abuelo en sus últimos momentos de lucidez, desvariando en la percepción del tiempo, ya que la abuela había muerto tres años atrás.
Wencel Valegas
Mi madre pasaba largas temporadas con el abuelo que vivió siempre con una mujer distinta en cada visita, la abuela la llevaba a la tienda del mercado y la sentaba en la mecedora donde el abuelo acostumbraba a hacer la siesta, “aquí te encargo a mi pelá, ojalá no te distraigas con lo que ya sabemos”, y se iba sin ver la sonrisa triste del abuelo. “Un hombre como yo no puede vivir solo”, le decía a mamá, que se sentía intimidada por su mirada severa. Pero ella se acostumbró a la vida que le ofrecía, a su autoridad, su disciplina férrea, a aprender a valorar el trabajo y ahorrar el dinero que producía, sin dejar de advertirle, “no confíes en los bancos”.
Jamás el abuelo se preocupó por enviarla a la escuela, “las mujeres tienen que dedicarse a los quehaceres del hogar y más nada”. Con las mujeres del abuelo aprendió la administración de un hogar, sin protestar, siempre bajo la supervisión de él. Se arraigó tanto en la conciencia de mamá, lo vivido en la infancia, que siempre uso la figura del abuelo para amedrentarnos con enviarnos a su casa de Ciénaga, a pasar las vacaciones, como siguiéramos portándonos mal, “y estén jodiendo en la calle buscando una mala hora sin hacerle caso a nadie”. “Prepárense que ahora en vacaciones se van tres semanas para donde el abuelo”, era la cantaleta de mamá en los días próximos a la salida de vacaciones; escucharla planeando nuestras vacaciones era terrorífico, nadie quería vivir con el abuelo, sobre todo después de habernos contado las historias vividas con él.
El abuelo nos recibía en la estación de Brasilia, nos llevaba a su casa, dándonos la impresión de estar contento con nuestra llegada. Raúl y yo nos mirábamos como diciéndonos, “parece que no es tan malo vivir con el abuelo”. “Bueno, queridos niños…”, así empezaba el abuelo a leernos la cartilla de vacaciones. “Nada de calle, tampoco andar por ahí descalzo, como huérfanos. A las siete, se levantan y a las ocho y treinta, desayunan; las ventanas de la calle son anchas y grandes, pueden asomarse a ver el tren que viene de la zona y pasa a las diez. A las once, los espero en el mercado, Lucía los llevará hasta la tienda. Después de almuerzo, regresan a casa para que descansen y hagan su siesta. Nada de jugar dentro de la casa con pelota, o en el patio, prohibido salir a la calle, sólo pueden verla a través de la ventana y nada de enredarse con pelaos que no conocen, ni tampoco les abran la puerta”.
Lucía asentía al escuchar su nombre, tenía los mismos ademanes de los indios de la tienda, de eso nos dimos cuenta mi hermano y yo. Lucía era silencio y trabajo, ocultaba el sufrimiento y la pobreza detrás de su sonrisa tímida, sonrisa forzada, muy parecida a la de mi madre, así lo comprendí años después. Mi madre se fue de este mundo sin que le escuchara una carcajada, siempre nos mostró su sonrisa doblegada, que tanto le encantaba al abuelo.
El abuelo languideció y su voz inaudible se perdió en el camino de la agonía. Me apretó el brazo con fuerza, acostado en su lecho de muerte – como pidiendo perdón por la severidad de su carácter – y un brillo inusitado nació en su mirada, perdiéndose en la trascendencia de una evocación esperanzadora en un mundo diferente al vivido, que lo acogía, sin normas y donde se permitía que la alegría y el juego estaban por encima del dinero y los negocios; un mundo donde el horror de la muerte se mitigaba con la locura de saber que se puede volar, traspasar las paredes, que las horas pueden besarse y sobre el agua poder escribir. La presión de su mano fue cediendo y el llanto de mamá me trajo de vuelta a la realidad.