“Una vez de pie, el hombre no sabe estarse quieto”.
Frédéric Gros
Lo veíamos pasar todas las tardes. Era impresionante verlo transitar por la calle arenosa, bajaba desde la esquina del hospital hasta el río, donde terminaban las últimas casas. Se perdía calle abajo, tomando el camino al aserradero, muy cercano al río, perdiéndose en un monte que lo llevaba hacia el puente Pumarejo, donde nadie se imaginaba lo que hacía. Le conocíamos por Tranquitos, así lo apodamos. Su andar desde que aparecía en la calle era de pasos largos, zancadas, muy naturales y propias de su alta estatura, desgarbada, fuerte.Sus cabellos largos, incoloros, evidenciaban los estragos de la intemperie, la lluvia, el sol, los vientos, los insomnios de la noche. Nos imaginábamos su vida, cómo era, quién sería, de dónde procedía. Nadie supo de donde procedía. Cada uno de nosotros, como niños que éramos, hacía su propia lectura del hombre que nos asombraba con sus zancadas largas. Muchas conjeturas se hacían a diario sobre este hombre. Peleó en la guerra de Corea, decía un viejo, fumándose un tabaco, con los ojos cerrados, mientras aspiraba. Ese loco es del interior del país, un día lo bajaron de un camión y le gustó este municipio, decían los que trabajaban en Barranquilla. Seguro lo abandonó su mujer, por eso anda descuidado, decían las mujeres del barrio en sus cuchicheos cotidianos. Mientras las conjeturas iban y venían, Tranquitos, hombre de zancadas largas y automáticas se gozaba sus paseos diarios, después de la caída del sol. No miraba a nadie, su vista estaba fija en el río, al final de la calle; una sonrisa delirante guiaba su andar, nos mirábamos sorprendidos, sin saber si la lectura de su rostro era de locura, optimismo, o indiferencia.
A pesar de las conjeturas, los niños de esa época nos quedamos con la imagen del hombre de zancadas largas; en nuestra opinión, de su disfrute del caminar, se percibía en él los atributos básicos para ser un caminante, esos que plantea Thoreau en su filosofía del Caminar. Siempre fue un misterio su procedencia, sus antecedentes estuvieron rodeados de una aureola de conjeturas; su desamparo, como una gran paradoja, era la expresión de un hombre libre, desprovista de apego en la convicción de su sonrisa afirmada en cada zancada.
“Si estás listo para dejar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa e hijo y amigos, y nunca volverlos a ver – si has pagado tus deudas, has cumplido tu voluntad, has resuelto tus compromisos y eres un hombre libre – entonces estás listo para una caminata” (Thoreau, pág. 17).
Por otra parte, la vida también nos muestra historias actuales. Historias que se cruzan ante nuestros ojos y que resumen lo que ha sido ese proceso del caminar en los seres humanos a partir de sostener su cuerpo ante el mundo que lo circunda. De alguna manera, en palabras de Stanley Hall, cada uno de nosotros en su desarrollo recapitula la historia de la humanidad: allí en nuestra evolución humana a través de la ontogenia se sintetiza lo que ha sido la filogénesis de la especie humana.
Observo a Valentina, con apenas nueve meses, empecinada en caminar, motivada por los niños y adultos que la rodean. Desde su eje de la motricidad ha reptado, gateado, se levanta superando el equilibrio inestable y da los primeros pasos; es el acto sencillo y mecánico del caminar realizado por imitación, también por el deseo de emular, de considerarse igual a los otros, de disminuir las ventajas que la diferencian de los otros. Su andar pedestre le amplía su visión del mundo, no le gusta que la carguen, y con el paso de los días se afianza y su autoconfianza crece explorando su mundo más cercano, viéndolo, tocándolo, escuchándolo, respirándolo, hasta saborearlo. Aprende a caminar viendo a otros pares que lo hacen, es lo que Parlebas sintetiza en su teoría sociomotriz; la motricidad es el eje vinculante de la socialización, porque no se concibe la vida infantil sin movimiento y la motivación de ver a otros.
Durante el caminar, la caminata es interminable, igual el goce de recorrer los campos con ociosidad, con o sin propósitos, sin importar si hay un hogar, o se carece de él, o el hogar es cualquier lugar que lo acoja y le de techo aún bajo las estrellas.
Caminar es un patrón básico de movimiento, una habilidad motriz que se vive y experimenta en una diversidad de equilibrios de acuerdo a los obstáculos que le plantea el contexto. Se camina, después se corre, más tarde se salta, por último, se lanza; estas cuatro habilidades son la esencia del atletismo, son parte de aquellos rudimentos que le permitieron atacar o huir de los peligros para supervivir. La educación física se enfoca en la praxis educativa de tales patrones, que a la postre son esenciales para los deportes. Pero hacer del caminar un arte es más complejo, es el ascenso de la biología y la fisiología, de la mecánica corporal, hacia la conciencia y la espiritualidad. Veamos cómo se puede explicar.
¿Cuál ha sido el uso que le hemos dado al caminar? Se camina para completar el desarrollo de la motricidad humana y trascender hacia el mundo de la especialización deportiva, o también para asumir los retos de la cotidianidad. Se camina por salud, cuando se realiza con exigencia – a buen ritmo –, favoreciendo las articulaciones, estimulando la actividad cardiaca; disminuyendo la obesidad, el estrés, la depresión, como se resaltan en artículos científicos y recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, OMS.
Cuando Soledad no llegaba a cien habitantes, el caminar era un ejercicio placentero, una experiencia gratificante, a lo largo de calles custodiadas por árboles gigantes. Era frecuente tomar el bus en la calle 30, hacia Barranquilla, viviendo en el centro del municipio; grupos de jóvenes del barrio Porvenir caminaban hacia la Plaza de Soledad sábados y domingos, para escuchar la misa, caminar alrededor del atrio, o entrar al Teatro Olimpia a ver una película de Cantinflas, o el Mártir del Calvario, en Semana Santa. La Plaza era el centro, a ella llegaban niños, jóvenes y adultos de los barrios San Antonio, Ferrocarril, El Matadero, Cachimbero, El Salcedo, La Bonga, La Cruz de Mayo, El Oriental. Todos caminaban desde las cuatro de la tarde a la Plaza para ver cine, comerse un frito donde Graciela y Vilma, tomarse un guarapo de piña donde Ramoncito y Gil, e ir a misa y, finalmente, regresar a casa con nuevas sensaciones que no tenían explicaciones, disfrutando el caminar, así fuese de forma inconsciente.
Mientras se pudiera caminar, no había distancias largas; las distancias largas y agotadoras sólo estaban en la psiquis de los perezosos. Se caminaba acompañando un sepelio, conversando sobre el finado; se caminaba al Mercado de Soledad a comprar verduras, pescado y leche; se caminaba del barrio La Bonga al barrio Oriental a visitar un enfermo; se caminaba el mismo trayecto, las nueve noches, para acompañar el dolor de los familiares y recrear el ánimo bajo el jocoso humor de Chibolito en velorios que duraban hasta la madrugada. Se caminaba a llevar líneas – equipos de bola de trapo barrial – del barrio 7 de Agosto al Oriental, o al Cabrera. Los que vivíamos en el barrio Centro, o 7 de Agosto caminábamos todos los días, mañana y tarde, hacia el Pradito, una concentración escolar donde se encontraban tres escuelas: Luis R. Caparroso, El Pradito y la escuela Número 5. Los sábados, por la mañana, caminábamos hacia dicha concentración y bajo un frondoso árbol de mango, las tres escuelas juntas, escuchábamos la misa sabatina. Caminábamos alegres hacia la Isla de Cabica un domingo por la mañana y recorríamos los ranchos y cultivos de amigos y conocidos que nos regalaban frutas y hortalizas. No habían distancias ni fronteras que limitaran nuestra acción de caminar. La explosión demográfica de los últimos años trajo nuevos barrios y el municipio creció, trayendo consigo que las amplias distancias se acortaran por la presencia y velocidad de los autos, motos y motocarros.
Pero, ¿qué es caminar? Son diversas las opiniones sobre el caminar. “Una de las experiencias más placenteras de la vida es una excursión a pie”, así comienza su ensayo Hazlitt, sobre “Las excursiones a pie”. Pero su disfrute está en hacerlo solo, no concibe el encanto de pasear a pie y charlar al mismo tiempo. Una salida a pie es despojarse de la ciudad que se vive para expresar la completa libertad de pensar, hacer y sentir lo que se desea. Hazlitt solo pide: “denme el cielo azul sobre la cabeza, el verde pasto bajo los pies, un camino sinuoso y tres horas de marcha hasta la cena”. Para él, caminar cobra sentido en la soledad, en el respiro que requiere la privacidad de meditar. Por su parte, Stevenson, dice que el disfrute de una caminata deviene de hacerla en solitario; para este autor escocés, la libertad es parte de la caminata, lo mismo que la diversidad de estados de ánimos que suscita expresados en su actitud, que van desde el regocijo inicial de la partida hasta el feliz final de la llegada.
Sí, el caminar se vuelve arte, cuando trasciende junto con lo estrictamente orgánico, fisiológico. Desde el cuerpo hay una vitalidad que empuja a la persona hacia la libertad, un concepto esencial en la acción misma del caminar. Dice Edgar Scott: “un hombre debe caminar y caminar. No para estar más saludable, sino para aprender a medir el mundo con sus propios pasos, con su propio ritmo”, haciéndolo único y particular. Caminar se convierte en un acto de rebeldía, no para escapar, sino para ejercitar un peregrinaje hacia la naturaleza, bosques, colinas, campos. En este acto se hace un homenaje a las piernas, no se concibe como “mecánicos y comerciantes permanecen sentados con las piernas cruzadas, como si las piernas se hicieron para sentarse y no para estar de pie y caminar, yo creo que ellos merecen cierto crédito por no haberse suicidado ya hace tiempo”, dice Thoreau, viendo la absurda vida sedentaria y la poca ejercitación de la sensibilidad, de la exploración a través del caminar. Se debe caminar con la perspectiva siempre de descubrir algo nuevo. “Me alarmo cuando físicamente he caminado en los bosques durante una milla, pero no he puesto mi espíritu”, nuevamente Thoreau se autoevalúa, se cuestiona, al mismo tiempo afirma y se interroga: “En mis caminatas yo desearía retornar a mis sentidos. ¿Qué hago en el bosque, si mi cabeza está fuera de los bosques?”, lo dice con tanta sinceridad que lo hace desconfiar de sí mismo.
Puede que a veces se nos haga difícil discernir elegir hacia dónde caminaremos. Sin embargo, en ese placer del andar siempre vamos a terminar en los brazos de la naturaleza; hay un instinto que debe dejarse fluir, un magnetismo que nos guía sin ser consciente. Cuando estamos atentos al acto de caminar es porque hemos dejado de ser indiferentes, pero a veces desatendemos y caemos en la estupidez al equivocarnos. Para eso es interesante gozar de la actitud y el entusiasmo que nos impulsarán hacia el camino correcto, sin importar el misterio que nos depare, o la inseguridad aparente; a veces el instinto decide uno por uno y casi siempre nos lleva a lugares donde el trabajo es odioso y lo salvaje está enclavado en la naturaleza, en su fauna y su flora.
Caminar es un acto de libertad, de asumir con madurez el despojo de los afectos y preocupaciones; es vivir el encuentro y simbiosis con la naturaleza, afrontar lo virgen y salvaje de la espesura, sentirse a gusto en la soledad de las horas y los días. Durante el caminar, la caminata es interminable, igual el goce de recorrer los campos con ociosidad, con o sin propósitos, sin importar si hay un hogar, o se carece de él, o el hogar es cualquier lugar que lo acoja y le de techo aún bajo las estrellas.
Frédéric Gros, en su texto, Andar, nos describe tres tipos de libertad en función del caminar. Una libertad suspensiva, en la que la persona es feliz saliendo a caminar, pero también es feliz regresando. La persona encierra el momento de caminar en un paréntesis de su vida, se desconecta provisionalmente: la libertad como escape, es suficiente con el paseo. Una libertad agresiva y rebelde, donde la persona hace una ruptura, una transgresión, que le permite alimentar locura y sueño; en su caminar, la persona siente el llamado de lo salvaje, de partir lejos, ya nada lo retiene, pero su andar le permite descubrir las noches estrelladas y el ejercicio del sueño, que rechaza, al caminar, a una civilización corrupta, contaminada, alienante y miserable. La tercera libertad es la de renunciar a todo; es la máxima libertad, la del desapego total.
Vuelvo a recordar a Tranquitos y recupero su imagen y su andar ligero, exhibiendo esa tercera libertad que lo hizo renunciar a todo, que lo hizo parecer loco a los ojos del barrio, fuera de toda implicación consigo mismo y con el mundo; indiferente al pasado y al futuro. Su sonrisa de un instante todavía la recuerdo. Por su parte, Valentina, se inicia como caminante, se le deja experimentar algunos lapsus de libertad, sin pretender afirmar que camina bajo los principios de una libertad suspensiva, ya que desde que nació su vida está resguardada en un paréntesis, donde camina, corre y juega las veinticuatro horas del día. Lo que si es cierto es que “una vez de pie, el hombre no sabe estarse quieto”, y las mujeres tampoco. Caminar es un arte que cada hombre o mujer tendrá que descubrir, tarde o temprano; algunos lo asumirán y a otros les será totalmente indiferentes.