El doctor Goyo

Yo quería que estuvieras ahí

José Gregorio y yo llegamos juntos, sin antes conocernos, a la misma residencia o pensión. Desde el primer día, del primer año de la carrera, 1962, entablamos una amistad que nos unió para siempre. Con José Gregorio, cariñosamente Goyo, mantuve una relación que más allá de amigos era la de dos hermanos que se cuidaban y querían. Así fue durante nuestro paso por la universidad y luego en el ejercicio de la profesión.  Más que todo nos enlazaba la personalidad tímida de los dos, siendo el más retraído. Acercaba, también, la afición por el cine; cada vez teníamos oportunidad, por lo general la noche después de la presentación de un parcial, concurríamos al cinema más cercano y barato a contemplar las películas de Sofia Loren, Marilyn Monroe, Briggitte Bardot, Cantinflas, Alfred Hitchcock, las de Disney eran infaltables. Sábados por la tarde nos encontrábamos con otros compañeros de la facultad de medicina y en la playa, a la orilla del mar, deleitábamos jugando futbol hasta el anochecer.

De pocas palabras y escaso protagonismo se mandaba una inteligencia que yo le envidiaba. No le aguantaba el viaje cuando nos poníamos a estudiar ante la rapidez con que asimilaba y aprendía los temas leídos. Yo siempre me quedaba rezagado en el aprendizaje, a lo que él se acomodaba con mucha calma y comprensión. 

De origen humilde siempre estaba bien presentado, impecablemente vestido de pantalón oscuro, medias negras y camisa blanca que se cambiaba todos los días. Tenía como costumbre colocarse un pañuelo delante del cuello de la camisa a lo que yo burlón le preguntaba ¿Y esa vaina para qué? Para que no se ensucie y no sentir la humedad del sudor, que no resisto,  ¡incomoda!, decía.

 Cuando regresó de la universidad, con su título de médico, la familia del doctor José Gregorio ya no vivía en el barrio pobre, de los más pobres de su ciudad de origen, el San Martín de Porres. Su padre logró escalar, tras muchos años, por su dedicación y honestidad, una posición destacada, bien remunerada, en la empresa norteamericana donde trabajaba que le permitió trasladar su residencia a un sector de mayor estatus social, el Oasis, de clase media. De modo que el joven médico al volver a su pueblo natal, tras siete años de ausencia, se encontró con nuevos vecinos que lo recibieron, amistosos, complacidos y decididos a impulsarlo en su profesión. Sin embargo, nostálgico y romántico Goyo no dejaba de visitar a sus antiguas amistades del San Martín en donde nació y pasó su niñez y principios de juventud. Frecuentaba los fines de semana, cuando no tenía turno, a las chicas y chicos con quienes departía y compartió verbenas y parrandas, gozó de lo lindo y hasta se “enamorisqió” no sabe cuántas veces. Amo y fue amado. Quería demostrarles que el título de doctor no lo había envalentonado, que era el mismo tipo humilde y “mamador de gallo” de siempre. No se negaba a ninguna invitación que le hicieran.

Pronto el joven galeno tuvo su agenda laboral bastante ocupada. Quedaba su residencia cercana al hospital de una organización, también, de origen norteamericano, en donde logró engancharse tres días después de graduado. Se vinculó, además, a la iglesia parroquial de San Antonio en donde sus padres eran asiduos feligreses y servidores de la comunidad religiosa que cumplía la misión pastoral en ese templo. El padre Jaimito, cura párroco, gran amigo de la casa comunico a José Gregorio la idea de organizar un dispensario médico para la gente más necesitada de la parroquia.

Buenos augurios se vislumbraban en el horizonte del primogénito, el mayor de seis hermanos, de la familia Tesillo – Castelar, consentido y admirado por todos.

En el hospital logro codearse con lo más selecto del cuerpo médico de la urbe y de los norteamericanos que allí laboraban. Siguió afianzando sus conocimientos y experiencia clínica, esperando la oportunidad para salir a hacer una especialización en el exterior. Le gustaba la Medicina interna.

A un costado del despacho parroquial los frailes le montaron un consultorio con todos los juguetes que brinda la tecnología para la prestación de un servicio de salud con calidad. Se convirtió, pasado el tiempo, en el profesional de la salud preferido de la gente del barrio el Oasis y anexos. 

De los buses de pueblos cercanos, que hacían su parada frente e a la iglesia de San Antonio, bajaba una romería de personas enfermas en busca suya por la fama que había adquirido de “buen médico”. En la sala de espera, sentadas en cómodas bancas lo esperaban con paciencia y mucha fe. 

¡Hermano! Mi papa no se muere si tú no hubieras estado fuera de la ciudad. “Yo quería que tu estuvieras ahí” Mi padre únicamente creía en ti. La fe, que te tenía, tu sola presencia,  lo habría sacado adelante.

El doctor tenía un ángel, un carisma especial que atraía a la gente con un fervor tal como si tuviera dotado de poderes sobrenaturales. A mi modo de ver trataba a la gente como debe ser, como seres humanos. Era un médico humanizado, un “medico bueno”. Se le llegó a considerar, por algunos pacientes, el José Gregorio Hernández colombiano comparándolo con el santo medico venezolano del mismo nombre de moda en esos tiempos, década de los 70 del siglo pasado, por los milagros que le atribuían y llevaron a los altares de la iglesia de Roma. En mi parecer esta comparación se debía, de alguna manera,  al impresionante parecido físico que se apreciaba entre los dos.  

“El médico de los pobres” como se conoce a José Gregorio Hernández fue beatificado por el Papa Francisco el  viernes 30 de abril de 2021.

I

_ Una tarde de sábado por una de las avenidas del Parque de las Trinitarias por donde solía caminar y hacer gimnasia escuchó Goyo que alguien lo llamaba. Al voltear a ver comprueba que es Tomas, un viejo amigo, compañero del bachillerato. Días antes había visto a su señora esposa en el consultorio.

–      ¡Doctor! Usted no contesta el teléfono, lo he estado llamando, le dice:  Te llamé José Gregorio, la semana pasada, te necesitaba con urgencia. Blasina (su mujer) se puso mala y deseaba que la vieras. Yo te tengo mucha fe. Tuve que llevarla de urgencia al hospital y “yo quería que tu estuvieras ahí”.

Cuanto lo siento Tomas, no haber podido responder tu llamada, estaba fuera de la ciudad.  ¿Como sigue tu mujer, ya está bien? Le comenta y pregunta.

– No, Goyo, Blasina se murió. Los médicos que la atendieron nada pudieron hacer para salvarla. “Yo quería que tu estuvieras ahí”, mejor suerte hubiera corrido. Estoy seguro de que la habrías salvado.

Al doctor Tesillo solo se le ocurrió expresarle sus condolencias y consolarlo con palabras que le manifestaban su solidaridad y resignación con los designios divinos. “Cuanto me ha dolido no haber estado presente en ese momento tan difícil, excúsame Tomas, te lo ruego”. Le dice apesarado.

II

De regreso de uno de sus viajes a México, país al que le encantaba visitar con su mujer y su hijo, recibe la visita en su consultorio de Héctor. hijo mayor de un pariente muy querido por él.

El papa de Héctor, Julio se llamaba, bastante mayor que el doctor quizá lo doblaba en edad.  Siendo Goyo un joven estudiante de medicina y detectaba que había llegado a pasar vacaciones rondaba su casa y con disimulo le enviaba señales para que saliera y arrimara a la tienda del cachaco de la esquina a tomarse unas “frías bien heladas” (cervezas). Allí compartían con otros muchachos de la barriada, casi siempre sábado por la tarde, y conversaban sobre lo divino y lo humano. Al señor Julio fascinaba, entre otros temas, le contara las peripecias por las que debía pasar un estudiante de medicina como José Gregorio, sometido a duras penurias económicas. Por tal razón le colaboraba, al despedirse, con alguna donación para sus gastos personales.

El asunto es que cuando el doctor Gregorio se encuentra con Héctor en el consultorio ya tenía información sobre el triste deceso de su señor padre, su gran amigo y contertulio. 

–      ¡Ombe Goyo! Yo no sé porque a mi papá le tuvo que dar ese infarto cuando tú no estabas aquí. ¡Él te llamaba impaciente, ¡Consíganme a Goyo! gritaba desesperado. Le imcrepa después de un breve saludo.

¡Hermano! Mi papa no se muere si tú no hubieras estado fuera de la ciudad. “Yo quería que tu estuvieras ahí” Mi padre únicamente creía en ti. La fe, que te tenía, tu sola presencia,  lo habría sacado adelante.

 El doctor Goyo se conmovía y dolía, cuando me contaba esta historia consciente de la admiración que sentía el señor Julio por él y, claro, por el gran aprecio y gratitud que él, igualmente, le tenía.

III

Toca terminar esta historia con un desenlace en suma penoso para mí, lo ha sido desde el mismo momento que sucedió tan lamentable tragedia, hacen mas de cincuenta años. Tendría cinco o seis años  de graduado, como a mediados de los 70, de venir ejerciendo la profesión, cuando el Doctor José Gregorio Tesillo Castelar fue embestido por un camión de servicio interdepartamental que destrozó su automóvil en mil pedazos dejándolo tendido en la carretera sin vida.   Los designios de Dios son inescrutables, en igual forma el 29 de junio de 1919 murió atropellado por un automóvil el santo medico nacido en tierra bolivariana, José Gregorio Hernández.

¡Perdió la sociedad!, con la trágica muerte de mi recordado y querido compañero y colega, un gran hombre, un varón ejemplar; la ciencia médica un digno exponente del arte hipocrático, con un porvenir promisorio.  

Goyo fue un buen médico, más aún, un médico bueno, de los que tanta falta hacen en estos días de una medicina virtual, mercantilizada y despersonalizada.  

La “medicina clínica”, la del “ojo clínico”, de la que el Doctor José Gregorio fue un gran exponente, en estos momentos es historia, ha sido sustituida por una “medicina mecanizada”. Las manos de los doctores se deslizan apresuradas sobre computadoras y monitores despreciando el contacto físico con la humanidad, con la piel de sus pacientes, que esperan ansiosos que los toquen para sanarse.  “Los pacientes, los ancianos, sobre todo, tienen hambre de piel”, afirma el español Pedro Laín Entralgo.

Nombres y lugares son ficticios, aunque los hechos narrados si sucedieron en la realidad.

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