En el reciente Día del Padre fui invitado a ver el debut de mis nietos menores, Emilio y Gabriel, en el “Torneo Nacional Nuevos Talentos, 2017“, en las canchas del colegio Sagrado Corazón, vía al mar. De entrada, quede impresionado por el ambiente a fiesta que predominaba en ese lugar, repleto de niños, adolescentes y jóvenes, todos vestidos de futbolistas, amén de las madres y padres de familia que acompañaban entusiasmados.
Esperando para el regreso, luego de disfrutar la intensa y exitosa participación de mis nietos, sudorosos aún me preguntaron: “¿abuelo, tú jugaste balón?” Suficiente razón para devolverme la memoria a la primera infancia, en la que solitario pateaba, a sol y lluvia, aquel balón de cuero y pitongo qué me había regalado mi tío Caamaño. A ese balón renuncié por mis libros de la escuela, pero esa es otra historia.
Si, claro. Les respondí: “Jugué fútbol”. Claro durante la adolescencia. Y hasta metí un gol para ganar un campeonato y subir de categoría. Fui defensa central y capitán del equipo, llamado “once pares de botas“, sensación de los vecinos de El Santuario. En el bachillerato, como Presidente de la Junta de Deportes, organizamos un campeonato intercursos. Y en la Facultad de Derecho de Unilibre creamos un equipo de fútbol, para jugar los sábados. O sea, me gusta el balón y el sudor.
Con esos recuerdos revividos en la conversación con mis nietos futbolistas, en cierne, descubrí que el fútbol es una fiesta, no sólo de la niñez y la vejez, sino de un país. Una fiesta patria. Con esa sensación he pasado disfrutando, durante estos días huracanados, por televisión, de los disputados partidos de las selecciones europeas y americanas. Un espectáculo lleno de las más renombradas estrellas de ese deporte.
Evidentemente, el fútbol es el deporte más popular en nuestro país. Y de inmensa recepción en Barranquilla. El auge masivo del mismo, por efecto de las telecomunicaciones y la adecuación de espacios para su práctica, ha conllevado la creación, en los últimos años, de escuelas, cuya orientación está en mano de destacados ex-futbolistas que encuentran, es la labor pedagógica, la continuidad de la vida deportiva. Para ellos, enseñar es una fiesta.
El fútbol es una profesión exigente para alcanzar el éxito en su ejercicio. Más allá del talento que debe brillar en su práctica, se debe tener disciplina profesional para que realmente se constituye en una opción de vida buena.
Gaspar Hernández Caamaño
Pero más allá de un deporte, el fútbol es una profesión exigente para alcanzar el éxito en su ejercicio. Más allá del talento que debe brillar en su práctica, se debe tener disciplina profesional para que realmente se constituye en una opción de vida buena. Y aquí llegamos al sentido de empresa en que se desarrolla el fútbol, tanto como deporte (esparcimiento) como profesión. Una empresa multi-propósito: los del inversionista financiero, los del futbolista y los de los aficionados que, con su presencia, sostienen el espectáculo.
Y es de Perogrullo decir que el futbol es un espectáculo. El más apetecido de “todo el mundo”. Lo hemos contemplado durante las frenéticas transmisiones de los encuentros de la Euro Copa y de la Copa América. Las graderías de los magníficos estadios, de las ciudades alemanas y norteamericanas, han sido “invadidas” por un ávido público de todas las edades y condiciones étnicas y sociales. Es una hermandad la que asiste a esos estadios: la hermandad del balón.
Conversando con un taxista, por estos días de los partidos por la T.V., sobre la fiesta que es el futbol, me precisó que es porque en ellos se “enfrentan” las selecciones de varias naciones de dos continentes. Esa fiesta, anotó el taxista, cuando los partidos se juegan en el torneo del fútbol profesional colombiano, ya que las barras avisan rivalidades extra-gramilla y nuestro junior, del alma en cada confrontación nos hace “vivir un parto con dolor”, concluyó “El hombre del volante”. Le concedí la razón.
Entonces, me pregunte: ¿por qué no concebir el fútbol como una fiesta? Como esa fiesta dominical y familiar de la que disfrute con mis nietos, en su debut como futbolistas. Si abandonamos rivalidades de camisetas y desfinanciamos a las barras de fanáticos, como apagamos los micrófonos de las polémicas, presumo podríamos volver a los estadios con los nietos en los brazos y gozar con ellos de la fiesta.
Desde ya anido un nuevo sueño: el de volver al estadio Metropolitano, no solo a disfrutar del Junior y sus estrellas, sino de la Selección Colombia, rumbo al Mundial. Pero acompañado de todos mis nietos, mi más cercana semejanza. Y así volver a vivir el fútbol como una fiesta. Una fiesta popular. Igualitaria. Democrática. Donde podamos gritar: Goooll!! De tú papá!.. Gooll de Colombia!
La próxima: Del oficio y del arte de vivir.