El hombre

Wensel Valegas

Y el padre que vive en los sueños
vuelve a morir cuando despiertas.

Pablo Neruda

Del hombre sólo queda su desierto.

Octavio Paz

A diario salía el hombre cuando todavía el sol andaba escondido, allá detrás del río, y la luna fatigada se iba con su luz a otro lugar del mundo. Machete al cinto, en mangas de camisa, pantalón de drill y sombrero vueltiao, me alquilo para trabajar, acostumbraba a decirles a los amigos, el hombre que nunca perdió su alegría. Era vaquero cuando se requería y su forma de arrear el ganado a campo traviesa lo emocionaba a uno; en ese trajinar se multiplicaba, arriba, ayudando a los compañeros para que el ganado no se esparciera en una estampida loca; otras veces se retrasaba y perseguía una res terca que perdía el rumbo y arrasaba con su carrera loca lo que encontraba en su camino, como en las calles de San Fermín.

No se amilanaba si lo requerían como campesino. Era incansable arando la tierra, sembrándola, regándola. De vez en cuando asombraban sus vaticinios sobre las lluvias próximas y el calor de los veranos intensos. Muchas veces fue sorprendido extasiado ante la tierra fértil, mirando con emoción los frutos de su manera personal de arar la tierra, se jactaba a boca llena, trasmitiendo su energía vital, una especie de trance a plenitud viendo los brotes fructíferos de sus cultivos.

Pero no solo era acción, también me alquilo para sacar cuentas, decía, refiriéndose a los trabajos que tuviesen que ver con las cuatro operaciones matemáticas y una simple regla de tres. Veinte pescados a cincuenta centavos son diez pesos; sesenta bollos de mazorca a veinte centavos son doce pesos. Y así con libreta y lápiz en mano, sacaba sus cuentas, discutía con los proveedores, aconsejaba a los que solicitaban sus servicios en cómo vender al por mayor y al detal. Así lo conoció la gente y así lo recordaban las historias que se juntaban en una sola. Haberlo visto para poder creer: cruzando los montes y arreando el ganado rezagado con su sombrero y sus gritos de entusiasmo. Así es – decía otro – era sombroso verlo bajo el sol fuerte labrando la tierra, con el sudor cubriéndole el rostro y la camisa empapada, levantando la mirada para leer el tiempo, porque de eso si sabía el hombre. Estoy de acuerdo con eso que dicen, continuaba otro oyente, lo vi con mis propios ojos regateando con los vendedores y los revendedores; y, saben qué le oí decir una vez, que él no trabajaba, sino que se alquilaba para hacer el trabajo que otros no podían”.

Lo que nadie sabía del hombre era que su alquiler no tenía un tiempo estipulado, se sabía cuándo comenzaba, pero nunca cuando terminaba. Razón por la que muchas veces se ausentaba semanas y meses de su casa, donde la Matilde nunca se cansó de esperarlo. Y cuando regresaba, sus manos férreas de vaquero la tomaban para sí con tanta energía, emocionándola, y ella se sentía – a veces – como tierra fértil que se abría para que el campesino sembrara sobre sus surcos las semillas de su amor en cada regreso. Después del festejo del encuentro – sin libreta en mano – acostado, mirando el techo, le preguntaba, cuántos hijos tenemos; van cinco, le contestaba ella. Sin regatear, ni discutir, la veía sacar cuentas en sus pensamientos. Se sentía como uno de esos proveedores que le tocaba convencer en la plaza de mercado y de los que sacaba buen provecho.

Pero había nacido en un momento de la historia en que los padres esperaban que los hijos hombres tuvieran la fuerza necesaria en su cuerpo, una leve sombra en el bigote, señal en las axilas de vellos hirsutos y debajo del ombligo la crespa cabellera de la virilidad, para que de una vez se le diera más importancia al oficio de “ganarse la vida en lo que sea”.

Entendió que, si hubiese ido escuela, no habría escatimado en dejar de lado su vocación de aventurero y sacar de una vez por todas sus estudios de contabilidad. Pero había nacido en un momento de la historia en que los padres esperaban que los hijos hombres tuvieran la fuerza necesaria en su cuerpo, una leve sombra en el bigote, señal en las axilas de vellos hirsutos y debajo del ombligo la crespa cabellera de la virilidad, para que de una vez se le diera más importancia al oficio de “ganarse la vida en lo que sea”. Sin embargo, el hombre dejó fluir su espíritu aventurero sin dejar de ejercitar sus habilidades matemáticas elementales en un municipio donde el analfabetismo y la ingenuidad de la gente lo hizo sentir como un rey, es decir, se le permitió vivir una vida de caminante y andariego por todo el departamento del Atlántico, alquilándose en los conocimientos de comprar barato y vender para obtener ganancias, sacar cuentas y el diario bien llevado con números y letras escritos, que revisaba cada mes bajo la lógica de que, si la memoria en algún momento me juega una mala pasada, lo anotado es una forma de descargarla  para ocuparla en otras cosas.

Pero el tiempo inexorable le cobró las fatigas y el cansancio hasta volverlo sedentario. Eso hizo sentir feliz a la Matilde, que ahora si era verdad que su hombre estaría con ella en casa para siempre. El cambio lo volvió hogareño y sus hijos gozaron de su presencia en los días venideros. Trabajó en el mercado de Soledad, vendiendo variedad de frutas y hortalizas. Era frecuente verlo llegar a casa con un saco de mango en época de Semana Santa, sólo decía, en medio de su alegría, repartiéndole diez mangos de puerco a cada uno: aprovechen, coman mango porque el día que muera, se acordarán de mí. Y cuando llegaba la subienda del pescado, mostraba su alegría en mitad del patio, ante una mesa de madera con un mantel tendido de hojas de bijaos, sobre el que se colocaban los bocachicos, la vitualla de plátano, yuca, ñame y un caldero de caldo de pescado. Todos de pie se gozaban al hombre, irradiando su entusiasmo que, sin dudarlo, invitaba al advenedizo que llegaba a la hora del almuerzo: Venga compadre y acérquese, deje el orgullo, recuerde donde comen seis, comen siete, adelante, sin penas, lo decía con tanta frescura y espontaneidad que el recién llegado se arrimaba sin vergüenza y se sentía como uno más de la familia.

La gente que pasaba por la calle saludaban al hombre con respeto. Sentado, junto a la ventana, después del almuerzo, escuchaba las noticias de Marcos Pérez, más tarde leía el periódico desde la primera hasta la última página. El almuerzo, noticiero y la lectura – por esa época no había llegado la televisión a Soledad – eran la antesala de la siesta. Al despertar, se encontraba con la mirada ansiosa de los hijos y él con su sabiduría paternal sentaba uno en cada pierna, los más grandes en el suelo, o en el sofá. Entonces con fuerte vozarrón contaba una historia de Tarzán, de los Monos; proseguía con una de Rip Kirby, seguidamente se inventaba aventuras extraordinarias de Modesty Blaise, todas ellas leídas a diario en el periódico.

Ese hombre aventurero que una vez quiso estudiar, que recorría el departamento a caballo, refugiándose en un trabajo que lo hacía feliz. Ese hombre que volvía cansado con la ternura intacta de amante ausente donde la Matilde; que se adaptó al hogar y volvió sedentario por la familia; ese hombre que destilaba felicidad y alegría, y alguna vez les contagió el gusto por la lectura y la capacidad de escuchar a sus hijos; ese hombre que siempre fue bondadoso con todos los que le conocieron; ese hombre, un día Dios, sin permiso, se lo llevó raudo a una aventura celestial. Ese hombre, del que solo quedó el desierto de su ausencia, que muere cada mañana cuando despierto, era mi padre.  

2 thoughts on “El hombre

  1. Lo diré sin ínfulas de entendido en literatura y como quien comenta lo que le sale del corazón, leer al profesor Wencel es como vivir ese relato en carne propia. Excelente trabajo.

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