El mandato de la reina

Wensel Valegas

La exageración es necesaria, solo que

a los necios les parece verosímil y a los distraídos notable.

Historias y relatos. W. Benjamín.

La reina dictó su mandato ya casi acabando enero. Se hizo costumbre que en estas fiestas se amplíe el dictamen, dando paso a la exageración y el caos dionisiaco desde el mismo momento en que se da la orden aplaudida. Las reinas de cada año nos han condenado con su bailoteo y sabrosura a los ciudadanos a mamar ron durante los cuatro días de carnaval; disfrazarnos de lo que nos dé la gana; condenar a los abstemios y zanahorios con un pobrecito seguido de una rechifla, y si persisten serán encarcelados; que las mujeres desobedezcan a sus hombres y saquen su espíritu carnestoléndico sin inhibiciones, que lo hagan, porque a fin de cuenta en carnaval todo pasa y es válido que se escuche, da que te vienen dando, que ojos que no ven, corazón que no siente y que a nadie le gusta que lo midan con la misma vara que ha medido, y ojo por ojo y diente por diente, también se vale, y si te ponen los cuernos hazte el de la vista gorda y san se acabó. Eso ha dicho la reina, además: mamen ron hasta que el cuerpo aguante y los que no lo hagan vamos a ignorarlos porque este desorden no es para aguafiestas, ni mojigatos, tampoco para andar peleando con la gente del barrio, ni pegarle a la mujé. Diviértanse con ella, o sin ella, y dejen que también haga lo mismo, porque tanto derecho tiene ella como lo tienes tú. Así que olvídense de pandemias y alístense porque llegó el tiempo de la alegría y el goce del desorden sin que nadie salga lastimado, pero sí muy contento.

Después de escuchar el mandato, el Flaco Barceló, dijo a su mujer que se iba a parrandear desde el sábado hasta el miércoles de ceniza, “Así que que no me esperes”, advirtió a su esposa. La mujer le miró sonriente y sin recriminarlo le dijo lo mismo que acostumbraba todos los años: Cuídate mijo, mira que todavía tienes tres pelaos que mantené. Llegado el sábado de carnaval, salió el Flaco bien arreglado: camisa carnavalera, sombrero de paja, arremangado el pantalón azul y tenis color blanco de Croydon, suela bajita, para no cansarse bailando; la cartera abultada como arepa de huevo, con el pago de la quincena y una quincena adelantada, que la empresa le prometió a los trabajadores desde que comenzó enero, para los que quisieran, cumpliendo el mandato de la reina, para que ningún trabajador estuviera triste en estas fiestas, que la vida es una sola para vivirla sin alegrías, así que los que quieran una quincena anticipada, tómenla, que después se les descontará en módicas cuotas.

“No me esperes amor mío”, dijo el hombre, marchándose. “Esta vaina se acabó, nojoda, además, la reina dijo que estas fiestas no son para mojigatos, que tanto derecho tiene él como lo tengo yo”, dijo para sí la mujer apenas escuchó cerrarse la puerta de la calle. Se colocó un disfraz de mono que una amiga le prestó, abriéndole los ojos y provocándola con sus palabras: “no seas idiota, si él se goza el carnaval, tú también puedes hacerlo, además, plata no necesitas porque los hombres siempre pagan la cuenta y la entrada a las casetas”. La mujer le dejó a la amiga el cuidado de los pelaos, “y si te da por escaparte también se los llevas a mis papás”, dijo la mujer disfrazada de mona y con el hablado burlón de los monocucos en las fiestas del carnaval. Sin que nadie del barrio la viera, la mona de la historia que nadie reconoció, salió por la puerta trasera de la casa. “Nos vemos el miércoles de ceniza, Flaco”, pensó la mujer enmascarada, enviándole un mensaje metafísico a su marido. Salió corriendo alegremente calle abajo, dando saltitos, golpeando y puyando con una varita de bambú a quien se atravesaba en su camino, y una vocecita alegre y chillona, difícil de reconocer.

…Tampoco para andar peleando con la gente del barrio, ni pegarle a la mujé. Diviértanse con ella, o sin ella, y dejen que también haga lo mismo, porque tanto derecho tiene ella como lo tienes tú. Así que olvídense de pandemias y alístense porque llegó el tiempo de la alegría y el goce del desorden sin que nadie salga lastimado, pero sí muy contento.

Fueron cuatro días de jolgorio intenso, agotadores. Como siempre informó la prensa cada año: “Estos han sido los mejores carnavales de los últimos tiempos”. Tanto El Flaco como su mujer se gozaron los cuatro días, cada uno por su lado. Él llegó con los bolsillos limpios y su mujer hasta plata trajo.

El miércoles de ceniza, Barceló llegó temprano a la iglesia sin haber pasado antes por su casa; se vino directo de la última verbena que se parrandeó hasta el templo religioso para que el cura le pintara la cruz de ceniza en la frente. Arrugó la cara el señor cura por el tufo de alcohol que traía El Flaco, sin darse cuenta de los dos cuernecitos que aparecían tímidamente arriba de sus ojos. Se fue a dormir El Flaco y cuando despertó se vio los cachos en el espejo que aumentaban de tamaño y ya se le comenzaban a notar.

¿Me estarás pegando los cachos?, le preguntó Barceló a su mujer. Ella se lo queda mirando y responde, ¿a qué viene esa pregunta, no seas pendejo? En vez de pensar lo que no es deberías preguntarte cómo hice con mis pelaos pa´ comé estos cuatro días, porque tú no dejaste plata – lo increpó la mujer con furia y dolor en la mirada –  Al escucharla, el hombre sonríe para sus adentros y agradece a Dios la buena y abnegada mujer que le dio. Mientras tanto la mujer en la cocina, ruega a Dios que su marido no se entere de nada. Esta segura que nadie la vio en los cuatro días de festividades y los hombres con los que bailó nunca los había visto, aunque se los gozó de lo lindo.

Mi amor, quédate acostado, ya te llevo un caldito de pollo para quitarte ese guayabo horrible que tienes– habla con voz alta la mujer. En su cama, el hombre escucha aliviado, sonriente, y de vez en cuando se angustia al mirar su frente en el espejo.

Ay, reina mía, tu mandato fue cumplido. Pero no puedo ponerme la cruz de ceniza en la frente – en la cocina, la mujer murmura para sí.

Mi amor, a ¿qué hora vas a la iglesia a ponerte la cruz de ceniza? – pregunta el hombre desde el cuarto.

Oye, Barceló, ¿qué voy a hacer a la iglesia? Sólo los que parrandean van a la iglesia para arrepentirse de lo que hicieron. ¿De qué me puedo arrepentir yo? De nada, por eso no voy, eso se deja para los pecadores –  se pregunta y contesta la mujer trasteando y limpiando la cocina.

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