El viejo José María

Wensel Valegas

“A Caviedes, a su mesura

y actitud contemplativa,

a su sabiduría y amor a la vida…”

La primera vez que lo vi corría raudo y paralelo al tren que venía de la zona bananera cargado de plátanos y con gente de rostros adormecidos, huraños y alegres asomados en las ventanas de los vagones. Corría sobre su bicicleta de llantas y rines grandes, resortes y guayas en los frenos, caballo y guardabarros de hierro puro. “Así como estas que ya no vienen más”, decía José María, con la atención puesta en cada ruido que salía de su viejo dinosaurio de hierro al que acostumbraba a aceitar con tres en uno y la cadena con aceite quemado, que un vecino le había sugerido años atrás. Sus cabellos largos y blancos de anciano venerable contrastaban con su tez juvenil y su cuerpo ligero y fuerte se equilibraba sobre su caballito metálico con la misma pasión de un corredor del tour de Francia. Todo en él era vigor a pesar de la edad que tenía. Dejaba de pedalear cuando exhibía que era más rápido que el tren, entonces demostraba el control del caballito de hierro con la firmeza de sus manos en los manubrios mientras su cuerpo se balanceaba con un ritmo muy particular de acuerdo a los múltiples baches y obstáculos que estaban a lado y lado de los rieles del tren. No era hombre que tomara grandes riesgos en su vida, pero lo llenaba de entusiasmo rebasar el tren con su condición física de deportista octogenario, natural y cotidiano. De su rostro blanco quemado por el sol del Rodadero y la bahía de Santa Marta, brotaba una sonrisa de felicidad, sus cabellos largos ondeaban al viento como una bandera de paz. Si Mihaly Csikszentmihalyi, el psicólogo húngaro estadounidense, lo hubiese visto, sencillamente habría exclamado: “ese hombre que anda en bicicleta, paralelo al tren, va en un estado de fluencia, basta con verle el rostro de felicidad que lo embarga. Un estado al que poca gente llega”. 

“Ese señor que corre junto al tren, el que va en la bicicleta, ese es José María”, me dijo mi esposa la vez que lo fuimos a visitar a Santa Marta por primera vez. Quedé asombrado al verle la maestría con que conducía su bici y, de ahí en adelante, todas las cosas que hacía utilizando este medio de transporte. Familiares, vecinos, amigos, hijos y nietos lo llamaban cariñosamente José María.

“Esa vaina de que los europeos montan en bicicleta y tienen buena salud, eso es más viejo que cagá agachao, mírame a mí: presión de pelao, sin barriga, sin colesterol, ¡qué cómo lo hago! Mijito en mi bicicleta. Lo que pasa es que en estos pueblos costeños la corrupción no nos deja progresar, eche, ¿qué puede construir una cicloruta en esta ciudad?”, lo decía con la paciente mesura del veterano que lo ha vivido todo desde la experiencia, mientras se tomaba una cerveza un sábado por la tarde y la brisa del Rodadero le revoloteaba sus cabellos blancos.

“La Bicicleta para ir a la farmacia, nojoda porque de aquí a que saquen el carro ya estoy de regreso con la medicina. La bicicleta para ir al mercado de Santa Marta en la madrugada, porque es que el que madruga, Dios le ayuda. La Bicicleta para ir al Rodadero a conversar con un amigo y, ¿por qué no? darme un bañito de mar que nunca cae mal. La bicicleta para llevar en barra a mi mujer Alicia, así como los cubanos en sus playas, y perderme con ella un rato hablando cosas que los pelaos no tienen por qué enterarse”, continuaba diciendo mientras su mirada rebuscaba en lugares recónditos de la memoria la aprobación de su mujer, allí donde la muerte no puede llegar.  

Wencel Valega

Desde la primera vez que nos vimos simpatizamos y en cada fiesta, encuentro o velorio en que nos encontrábamos José María era un conversador exquisito. Entre trago y trago me hablaba de su samaria, de la bahía más linda de América, “cuando le conviene a los políticos”, terminaba diciendo con la locuacidad del sabio escéptico animada por la borrachera inminente. Una tarde lo sorprendí en la playa con su mirada de alcatraz veterano percibiendo con ojos y oídos los susurros del mar. “Me gusta venir aquí en las tardes de abril porque este mar callado y tranquilo me da serenidad”, había convicción en sus palabras llenas de sensibilidad. Siempre lo vi sereno y de buen humor, enterado de cada primicia nacional. Su refugio siempre fue su hogar, desde allí fue dando a cada uno lo que necesitaba y lo que no necesitaba. Treinta años antes su esposa Alicia se le quedó en medio del camino y ese recuerdo siempre estuvo hostigándole la memoria en todo ese tiempo; en cierta ocasión, con un poco más de confianza entre trago y trago, y, “¡déjese de pena!, está en su casa y la parranda es pa´ amanecé”, me confesó muy borracho mientras sonaba el long play de Rafael Orozco: “Vea mijo, Alicia fue la mujer de mi vida, pensé que nos íbamos a morir juntos, por voluntad propia pero no fue así”. Sin duda alguna ese fue el único amor verdadero del Viejo José María. “Pobre mi Alicia, Alicia adorada/ Yo te recuerdo en todas mis parrandas”, la suavidad de la voz, en el tocadiscos, de Alejo Durán, en la madrugada mientras José María insistía en que sus parrandas fueron especiales, siempre con sus hijos y familia. Mientras tanto, Alejo seguía: “Tanto le pido y le pido ay hombe, se llevó a mi compañera…”. La madrugada despuntaba en medio de las sombras y el sueño peleaba con el insomnio de la noche que agonizaba.

De treinta años para acá no dejó de manejar su bici, pero la viudez espontanea le convirtió la madurez en sabiduría. Como un guerrero de la época de Zenón de Citio sobrevivió a la muerte de Alicia con serenidad profunda. Nada cambio en la casa, sólo la ausencia de ella se notaba porque José María siempre decía que Alicia era una mujer que le gustaba hacerse notar. Fue así como en medio del silencio, las mañanas le recordaban a una Alicia regañando y apurando a los hijos para la escuela o, el trabajo, y levántense carajo para qué tienen pájaros, para que otros se los cuide. Por las noches, los hijos la escuchaban hablándole a José María, y se imaginaban a este atendiéndola concentrado, sin perder un detalle y terminar haciendo lo que sugería Alicia, sin protestar, pero siempre con el ánimo de llevar la fiesta en paz.

No es fácil acostumbrarse a la ausencia de alguien que sabemos que no volverá, pero el viejo José María logró que todo volviera a su normalidad con sus llegadas puntuales a casa. Por la mañana, Maritza, su hija, le servía el primer café, después desayunaba, su cayeye (guineo cocido con queso) y café con leche. A mediodía, coordinaba lo del almuerzo y en la tarde esperaba a su padre, que llegaba cansado, y con su mansedumbre quitarle los zapatos, alcanzarle las chancletas, colocarle la comida en la mesa: pescado frito con arroz de fideo, yuca y guineo, y rendirle los pormenores del día detalle a detalle. Después José María se retiraba a su cuarto a escuchar las noticias del día en un pequeño Sony, que Alicia le había regalado para un cumpleaños muchos años atrás.

Los fines de semana llegaban los hijos varones y las hijas que vivían en otros lugares. José María siempre con actitud y buen genio, sin reproches ni recriminaciones, se alegraba y emocionaba, sobre todo en épocas de fiestas como las fiestas del mar, los carnavales, las fiestas de navidad, los cumpleaños de los pelaos, el aniversario de boda; los años de muerta de Alicia, inclusive. Si alguna vez los hijos estaban de mal genio ahí estaba José María con su mirada acuciosa y penetrante, serena y tranquila en el mar de sus ojos azules; si la discordia intentaba llegar, él, con su parsimonia, les convencía. La felicidad no era completa, pero se vivía y se convivía en armonía. Siempre había un motivo para hablar de algo, o de alguien, de un suceso, de algo local, regional, o nacional; y si no había motivo a la vista era fácil inventarse pretextos con tal de estar juntos y sentir que la vida en familia valía la pena.

Y sí, hay un motivo siempre para tener el pretexto de estar en contacto: con la familia más próxima y la familia más lejana. Ese motivo nos convoca en este relato en honor a ese patriarca, que, con su ejemplo, amor y dedicación, en compañía de Alicia, diseñaron y crearon un proyecto de familia. La última vez que lo vi sentí la energía de su fuerza en el apretón de manos, sus pensamientos mesurados, el andar un poco cansado pero fuerte. Cuando uno conoce a personajes como José María no se imagina que este algún día pueda morir. Es por eso que uno descuida esa amistad creyéndola eterna, como si la vida nos fuera a durar toda una eternidad. José María murió sin perder un ápice de su dignidad, serenidad y elegancia; incluso, hubiese querido verlo por última vez y aspirar ese halo de confianza que siempre transmitió, que la muerte jamás le pudo borrar. 

Hace diez años, un dos de diciembre, a las seis de la mañana, sonó el timbre del teléfono y mi esposa que había tenido un sueño intranquilo dijo en voz alta: “esa llamada es de muerte, ¿se habrá muerto José María?”. Sabíamos que estaba enfermo. Tomó el teléfono y sus ojos anegados en lágrimas confirman su predicción espontanea: “ha muerto el Viejo José María”, me dijo entristecida. Al confirmarme la muerte, mi memoria evocó la imagen dinámica y sonriente de un José María intrépido y aplomado, veterano y juvenil, saludable y optimista, eterno y efímero, burlándose del mundo con su caballito de hierro, mientras el tren que venía de la zona rugía con furia ante el hombre que siempre le sacó ventajas y jamás perdió una carrera. Como el centauro Pegaso, el viejo José María pedaleó en su bicicleta y batiendo sonriente sus alas ascendió al cielo con el propósito de encontrar a la mujer amada, un anhelo de búsqueda que la muerte jamás pudo evitar.

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