“La vida es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir“. GABO.____
La pandemia del covid-19 para quienes todavía respiramos, sin haberla padecida en carne propia o sufrido en cuerpo ajeno, nos ha dejado, entre otras, la lección: de creernos sobrevivientes de una peste universal. El sobre-vivir, por encima de todos los retos y dificultades, ha sido y es el gran desafío de la humanidad, como comunidad o como individuo, más allá de todos los tiempos. un sueño. una realidad.
La perpetuidad de la vida es la utopía que tanto el arte, la filosofía y la ciencia, cada una en su dimensión, nos han hecho creer que no sólo somos animales, sino DIOSES en algunas ocasiones, pues es de sumo agrado escuchar, cuando un acto o un órgano nuestro, por su magnífico desempeño, recibe el calificativo de divino. La biología y la religión, además, nos confrontan, en el día a día, con lo sagrado de la vida humana.
Y a dicha utopía nos acercan, en un devenir, realidades como la vejez y la longevidad: conceptos tan ciertos en estos tiempos donde la ciencia médica, con sus logros constantes en medicamentos y tecnología clínica, nos permiten seguir soñando en poder ser eternos, en lo pertinente de vencer a la muerte y las llamadas enfermedades catastróficas.
En los más cercanos días he tenido noticias, unas leídas y otras vividas, relacionadas con la existencia de personas longevas que hacen de sus años fiestas y que envejecidos se han despedido. Unos son personajes y otras seres cercanos y anónimos. Todos haciendo comunidad por los tiempos vividos, de manera transcendental o simplemente demostrando que están vivos. todas ellas merodean cerca de los cien años.
Vale la pena mencionar, por ejemplo: la muerte de Henry Kissinger, el Maquiavelo contemporáneo, en pleno centenario. O la del filósofo latinoamericano Enrique Dussel en la sombra brillante de sus años. Ambos se fueron lúcidos y peleando. Pero quien a sus 102 años sigue creando y amando como un adolescente es el francés Edgar Morin, visitante asiduo de Barranquilla y amante declarado del café de Colombia.
Cuando me decidí escribir sobre vejez y longevidad, no encontré alternativa distinta a leer, otra vez, a Morin a quien estudié y conocí durante el Doctorado en Educación. El francés acaba de publicar “Lecciones de un siglo de vida“(Paidós), libro testimonial no sólo de las aventuras de su vida, sino de lo que le consta sobre la humanidad del Siglo XX y lo transcurrido del presente.
Y a dicha utopía nos acercan, en un devenir, realidades como la vejez y la longevidad: conceptos tan ciertos en estos tiempos donde la ciencia médica, con sus logros constantes en medicamentos y tecnología clínica, nos permiten seguir soñando en poder ser eternos, en lo pertinente de vencer a la muerte y las llamadas enfermedades catastróficas.
Del libro de Morin, quien declara la alegría de vivir, comparto el siguiente párrafo:
“La poesía suprema es la del amor. Brota de los rostros, las miradas, las sonrisas. Puede surgir de miradas que, cruzándose de repente, electrizan todo el ser. Emana del ser amado, y cuando el otro deja de inspirar poesía es el final del amor. La poesía culmina en énfasis convulsivo en el coito. Y cuando hay verdadero amor no hay tristeza, sino más bien ternura poscoital. Cada mujer amada (…) me ha aportado su poesía, y la poesía del amor no ha cesado de alimentar mi vida”(Ver pag. 49).
Quien lea y comprenda ese párrafo escrito por un hombre de más de un siglo de vida, no podrá dudar por qué Morín celebra, poéticamente, sus 100 años de vida buena. Vida buena que nace y muere en el torbellino del sexo de una buena y amada mujer, como fueron las lecciones que, sobre la felicidad humana, impartíó Epicuro en su jardín. Vivir es gozar, no sobrevivir.
Pero no podría concluir estas deshilvanadas reflexiones, sin compartir las palabras de otro francés, el filósofo André Comte-Sponville, tomadas de su libro “El placer de vivir“(Paidós), cuando dice:
“No porque la vida sea buena, tenemos que amarla, sino que debemos hacerlo para que lo sea. El hombre es una bestia extraña: La única que ha de transformar sus pulsiones en amor“(Ver pág. 248).
Cierro entonces con esta sentencia de Chateaubriand, en su “amor y vejez“(Acantilado):
“En toda mujer hay una emanación de flor y amor”.
La poesía nos hace longevos y felices de envejecer amando cada vez más.