Esta escuela abarca todo el mundo.
Abre los ojos:
tú también eres un alumno.
Gianni Rodari,
Poema: Una escuela tan grande como el mundo.
La primera vez que mi madre me tomó de la mano y llevó al mercado de Soledad, me hizo recorrer un escenario higiénico y pulcro, se me antoja agregar, humilde. Allí en la orilla del río, cuando el caño exhibía su orgullo de ser un brazo del Magdalena, Mingo Cantillo, hombre de río, lucía su cuerpo brillante de sudor como una estampa viva de atleta de la ribera. ¿Quieres ser como él? Preguntaba mi madre, y sin esperar respuesta agregó: el que no estudia, sólo le queda la opción del cuerpo para trabajar, pero ¿qué sabes hacer tú?, volvió a preguntar para de nuevo rematarme con su lenguaje directo: sí, el que no estudia se jode, a trabajar como un burro. Desde ese día, a pesar de la admiración que sentíamos por Mingo Cantillo, nuestro héroe de la infancia, me bastó ese paseo y ejercicio para comprender que en la vida existían otras opciones. Esa fue mi primera lección con mi madre, maestra de la vida.
Después, el ejemplo me lo dio mi padre. Todos los mediodías, después de almorzar, consciente que se había ganado el pan con el sudor de la frente, se sentaba en la sala, a un costado de la ventana que daba a la calle. Allí, con la brisa del río refrescándole el rostro, abría el Heraldo y el Siglo, sus dos periódicos preferidos. Ensimismado en sus lecturas nadie osaba a interrumpirle; leía por más de dos horas y cuando la fatiga le vencía y el sueño le nublaba el entendimiento, cerraba el periódico de turno y dormía hasta las tres de la tarde una siesta de una hora que lo devolvía enérgico y vigoroso, para atender los quehaceres del hogar y el negocio de la familia para el día siguiente. Verlo leer todos los días de mi infancia me llevó a imitarlo, intrigado y sospechando que la lectura debía servir para algo. De él aprendí la inconciencia de la lectura que me ayudó a ser más consciente de mi vida y de lo que podría hacer con ella. Mi padre fue el maestro ejemplar de la lectura. También aprendí las matemáticas que ejercitaba en el puesto de venta en el mercado de Soledad, él sacaba las cuentas sin hacer uso de lápiz y papel, y lo demostraba con su memoria prodigiosa y los cálculos precisos de los cuales se ufanaba orgulloso.
En los amigos del barrio encontré ese espíritu entusiasta por enseñar con el ejemplo y aprender con actitud abierta. De Abimeleth, admiré su osadía y el conocimiento del mundo, aunque no le fuera bien en la escuela; de los Mellos Barceló, aprendí la solidaridad en el gesto de dar y guardarle al hermano ausente, también el de compartir la comida cuando íbamos de visita. No sé si a ellos les pasó, pero siempre tuve la costumbre de fijarme en sus cualidades, en las fortalezas que hacían especial a alguien. Aprendí que somos sujetos que enseñamos sin darnos cuenta, sin ser consciente de ello hasta que alguien nos lo dice.
En la escuela de la maestra Rita viví a plenitud los aprendizajes sin gritos y golpes – fue la época en que los padres autorizaban a los maestros a practicar la hipótesis de “la letra con sangres entra” -. Pero la escuela de la seño Rita no se regía por esas autorizaciones. Tenía un patio inmenso, lleno de árboles frondosos y de frutas que recogíamos del suelo en las mañanas, echándolas en canastos y probándolas; las que no caían se les palpaba la textura y con el tiempo aprendimos la magia de la vida a través de las cosechas de mango y ciruela desde marzo; a diferenciar los aromas y sabores de las frutas, respetando sus tiempos de madurez. En el centro del patio había un estanque donde nadaban los patos y los pájaros silvestres llegaban a cantar y saciar su sed. Jamás vimos un gesto de amargura en el semblante de la maestra, siempre le veíamos su sonrisa ancha y plena, un entusiasmo y amor a la vida que nunca olvidaríamos. La escuela era un escenario silvestre, auténtica, lleno de ingenuidad, donde fauna y flora armonizaban sin ningún tipo de depredación, para que todos aprendiéramos. Allí aprendí que la escuela se puede amar, recordando a la schole griega, de la que se hablaba en la antigüedad y concebida como un centro de placer.
Sin haber ido nunca a la educación preescolar desarrollé los atributos para incursionar en la escuela primaria. Excelente memoria para declamar la poesía, leía comprensivamente las noticias, mi letra y caligrafía eran impecables, dominaba las cuatro operaciones. En mi tiempo libre, de regreso a casa, los sábados después de misa, alquilaba tiras cómicas donde Pello, mi primer bibliotecario, en la esquina del Colón. Largos trayectos hiendo y viniendo de la casa a la escuela, pero nunca te vengas por la Trece de Junio, nos decían los papás, subíamos y bajábamos por la casa Cural hasta el Pradito, de ahí desviábamos hacia el colegio Luis R. Caparroso. Qué más podía anhelarse en una Soledad bucólica e ingenua, que no sentía los estragos de la modernidad, el consumismo, la explosión demográfica y la violencia.
La escuela primaria me dio la oportunidad de ser alumno de la maestra Gladys Donado, mujer elegante, que se acicalaba y nos ofrecía el aroma de perfumes, emanando de su cuerpo cada mañana. Era seria a la hora de enseñar, amorosa en el trato con los padres y estudiantes, siempre estaba mostrando alguna preocupación por sus estudiantes; su actitud honesta y responsable con su trabajo, fueron sus grandes enseñanzas. El profesor Fabio Freile, maestro afable y tranquilo, normalista de profesión, se esmeraba por preparar sus clases y se enojaba, con razón, con los que se mostraban indiferentes. Me dejó construir la confianza al señalar la caligrafía exhibida en mis libretas como pulcra y limpia, aspectos que todavía conservo en el ejercicio de la escritura antes de pasar a la computadora.
los maestros no esperan nada a cambio, les satisface el crecimiento y testimonio personal experimentados en el escenario de la escuela, o el club deportivo. Les es suficiente reconocerse en el éxito de alguien sin tanto alarde. Pero también es cierto que el ejercicio de toda actividad magisterial y deportiva requiere del reconocimiento social de las personas
El bachillerato fue un momento lleno de miedos, angustias, alegrías, nuevos compañeros y maestros, y nuevas exigencias. El colegio Salesiano de San Roque tenía su fama de exigente, sobre todo para los estudiantes nuevos. Tenía sólo una opción: triunfar o triunfar, sin dar un paso atrás y regresar derrotado al municipio de Soledad. Me adapté en una época en que se entregaban informes académicos mensuales (entrega de boletines). Ha sido una de las experiencias más maravillosas que he tenido y de la cual conservo recuerdos y anécdotas. Tuve compañeros de los que aprendí mucho, a los que valoré, comparándome y queriendo ser como ellos en un ejercicio interiorizado y permanente de comparación social.
De Marcelino envidié su persistencia en el aprendizaje del inglés, lengua que se convirtió en parte esencial de su proyecto de vida personal; de Roque, admiré su contemplación del firmamento, interrogándolo y expresando conjeturas que sólo alcanzaría a comprender desde una teoría que todavía no podía explicar. Ismael contagiando su mesura y calma, aunque lo angustiase el inglés, sin embargo, su actitud e inteligencia emocional le ayudaron a salvar los obstáculos; cuando leí las emociones desde la perspectiva de Goleman, Ismael fue el mejor referente que encontré para entenderlas. De muchos compañeros de curso en el salesiano valoré cada aprendizaje obtenido. Recuerdo la pasión y fortaleza de Carlos De la Torre en los intercursos de fútbol, pasión que lo llevó al Junior; la timidez de José Larios en lo académico, que se transformaba jugando su deporte favorito y sacando a flote sus dotes de liderazgo con pasión inusitada. El porte de artista de la canción y el mejor de su época, Carlos González, esperado y aclamado por las “pelaitas” del Virginia Rossi, colegio Fátima y María Auxiliadora de antemano, en cada festival, lo declaraban ganador. Era admirable ver su profunda seriedad de artista, vestido de negro, dominando el escenario, abarcando con su voz potente el auditorio. De este artista aprendí que cuando se está seguro de sí mismo, la timidez no es obstáculo, ya que en su vida real se le consideraba introvertido y tímido.
De los maestros salesianos, muchos dejaron huellas palpables en mi personalidad como ser humano. Recuerdo al profesor Pizarro, maestro de inglés, exigente y paciente, que exigía atención y respeto en sus clases a los estudiantes. Al profesor Molina, con más de ochenta años, hablaba un inglés fluido en toda la clase, enseñando a través de historias la pronunciación de palabras, el uso de expresiones, modismos y sintaxis; era el maestro veterano, feliz en su labor, haciendo gala de un alto sentido del humor. Al maestro Guido Vega, insensible la mayoría de las veces, pero altamente emotivo y apasionado por los caminos del algebra Baldor de 8º y 9º, especialmente en los casos de factorización. Al profesor Luis Castro, maestro soledeño, que apenas contaba con estudios de bachillerato, pero poseía un dominio asombroso y autodidacta al enseñar las áreas de trigonometría y geometría, tiempo este que compartía con la siembra de hortalizas los sábados y domingos en la Isla de Cabicas. Al padre Pérez, maestro de la vida, filósofo y practicante de yoga, de alto control emocional y autorregulación; también al padre Luis Cárdenas, maestro de lengua castellana, que intentaba despertar el espíritu lector hacia nuevas lecturas; al padre Gallo, catequista, creador de grupos juveniles que intentaba sustentar la existencia de Dios ante la incredulidad de los adolescentes y, finalmente, Joaquín Rojano, sociólogo, escritor y profesor de literatura, que me acogió como un aprendiz y me hizo ver lo mucho que le gustaban mis poemas y textos escritos hasta enviarlos al periódico La Libertad para su publicación.
Ya en la universidad empecé la carrera docente en el área de la educación física, la recreación y el deporte. Sin ningún tipo de prevención y abierto a aprender, tuve maestros dispuestos a dar todo de sí. Si comparamos la universidad con los tiempos presentes, el alma mater brindaba buenos maestros, biblioteca y espacios necesarios para reuniones y lecturas. Era un mundo artesanal, sin tecnología, y el concepto de aldea global de Mcluhan, incipiente y lejano todavía. Se tenía la oportunidad de encontrarse con los maestros en la cafetería, donde se dialogaba y se aprovechaban los espacios de descanso y tiempo libre.
Muchos compañeros de promoción tenemos que agradecerle al maestro Carlos Veliz, ciudadano chileno, sus enseñanzas éticas y morales frente a áreas de trabajo deportivo como teoría del movimiento, biomecánica de los movimientos deportivos, administración deportiva y un año completo de natación enseñando los cuatro estilos. La disciplina, el estudio, la honestidad y la seguridad en sí mismo, fueron valores muy adheridos a unas prácticas cotidianas. A Gabriel Mosquera, maestro con identidad propia, experto en la didáctica y enseñanza de la didáctica de la motricidad y el movimiento deportivo. Su gracia y sonrisa de hombre del pacifico estaba presente en sus clases, sus demostraciones; siempre citando y experimentando con sentido crítico a autores alemanes como Kurt Meinel y Muska Mosston, aplicándolos a situaciones reales de enseñanza. Se agradece la sabiduría de Darío Uribe, maestro y biólogo, sin maestría ni doctorado, pero con una habilidad para hacer un ejercicio intertextual de la realidad vivida en la actualidad deportiva con la enseñanza de conceptos básicos de fisiología y medicina del deporte; era extraordinario escucharle hablar de peloteros, futbolistas, tenistas, ciclistas, corredores de fórmula 1, y traerlos a la clase como ejemplos para explicar una tensión muscular que podía convertirse en estrés, o las diferencias establecidas entre fútbol y baloncesto desde los procesos aeróbicos y anaeróbicos. A sus clases asistíamos como niños desprevenidos, a encantarnos con la magia de la anécdota – era parte de su estrategia didáctica y retórica en cada sesión – y buscar el punto de encuentro con la biología, fisiología, o algún tipo de proceso energético. Al profesor Juan Noguera, entrenador nacional de fútbol, cuyos conocimientos apoyados en literatura actualizada permitieron fortalecer la esencia de la didáctica en nuestra condición de maestros. Junto a sus teorías estaba el pragmatismo de la acción. Observando partidos, comportarnos como aficionados y veedores, y no como fanáticos; con el aprendimos a observar los movimientos de los jugadores con pelota y sin pelota; también nos convidaba a presenciar los entrenamientos de técnicos y preparadores físicos argentinos.
Esta semana recibí un video donde se lee la carta que Albert Camus escribe a su maestro después de recibir el nobel de literatura en 1957, documento audiovisual que agradezco a mi amigo Ismael Arzuza, maestro de juventud y de la vida misma. Y ha sido este video y la lectura de esta carta el dispositivo para escribir este texto. En esta carta el escritor argelino agradece a su maestro, el señor Louis Germain, persona esencial en su vida, muchos años después, seguir considerándose aún alumno suyo. “Sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”, así termina la carta leída en El último hombre, obra póstuma. Coincido con muchos amigos en la belleza del mensaje, en la gratitud y humildad del estudiante que ha tenido altos logros.
Todas estas reflexiones permitieron interrogarme sobre la enseñanza del fútbol: ¿Cuántos deportistas profesionales agradecen y recuerdan a ese profesor deportivo, ese que les enseñó los primeros conceptos sobre el juego? A ese profesor que muchas veces odiaron por su exigencia y disciplina, sin entender la obsesión que lo llevaba a entrenar bajo la lluvia y las altas temperaturas, a desafiar a los directivos de la escuela, a hacerlos comprender a los padres que el talento y la disciplina estaban por encima de una vida banal e irresponsable, a hacerle frente a una vocación que día a día el entrenador corroboraba.
Es frecuente en nuestro municipio de Soledad encontrar a entrenadores en las canchas comunitarias – que ya son pocas las que quedan en el municipio -, verlos con las tulas de balones, bates y manillas, buscando un escenario para que sus dirigidos concreten sus sueños. Cada técnico, monitor, o entrenador deportivo, es un maestro, como tal hay que reconocerlo, porque lleva consigo un estilo de enseñanza y una responsabilidad social y personal, evidenciándose en su compromiso para que los deportistas sean conscientes del dominio de una habilidad, de su vocación deportiva, lúdica y felicitaria encaminada, quizás, como bien lo expresa Ortega y Gasset, hacia la trascendencia de una actividad trabajosa a futuro.
En ese transitar por el ejercicio magisterial, los maestros no esperan nada a cambio, les satisface el crecimiento y testimonio personal experimentados en el escenario de la escuela, o el club deportivo. Les es suficiente reconocerse en el éxito de alguien sin tanto alarde. Pero también es cierto que el ejercicio de toda actividad magisterial y deportiva requiere del reconocimiento social de las personas, y de los actores directamente implicados, el agradecimiento, anotaría Maslow en su pirámide de necesidades humanas.
Países Bajos, Holanda. Mayo
El Maestro Wencel Valega, en su artículo, Evocando Maestr@s, me hizo sentir la importancia de la Escuela y su relación con el entorno, en el proceso de socialización de los educandos y la inspiracion , que genera en los estudiantes, la ejemplar manera de los Maestr@s, como fuente de Inspiración en sus Vidas, como profesionales !