Jamás he creído en fantasmas. No sé si eso le sucede a usted. Todavía recuerdo cuando niño, que corríamos sin explicaciones porque nos asustaba la noche, porque no podíamos andar solos por los callejones del barrio, porque el cine era nocturno, El Teatro Olimpia, el único del pueblo, expuesto a la intemperie, con sillas de madera y hierro. Recuerdo, cuando regresábamos a la casa después de haber visto una película de Drácula, nos corría el susto por el cuerpo, nos asustaba hasta el roce de una mano, que no era más que la mano de un amigo o de una amiga que caminaba junto a uno porque vivíamos cerca. Pues sí, el roce de una mano nos asustaba y no faltaba el atrevido y burlón que conociendo al más miedoso le rozara el cuello con el calor de la mano, o le echaba el aliento pesado como un susurro a la altura de la oreja.
Ver estas películas de terror hacía que la brisa fría de las noches decembrinas nos empañara el ánimo, a pesar del brillo insistente de las estrellas en medio de la oscuridad del cosmos. Ese trayecto del cine al barrio donde vivíamos estaba plagado de una serie trucos e historias terroríficas (una manta blanca en un árbol, historias de terror que alguien contaba, el recuerdo de vecinos que murieron, los aullidos angustiosos de los perros, el paso de la mala hora, el hombre sin cabeza andando y llorando, el maullido de los gatos en medio del silencio de la noche, el hombre que hizo un pacto con el diablo, la historia de los muertos que no habían sido enterrados, el llanto de las ánimas del purgatorio), que la noche ponía al servicio de los mamadores de gallo, aprovechándose de los miedosos, jugándoles las mismas bromas de siempre y riéndose a carcajadas al verlos correr de un lado a otro asustados, gritando de horror en medio de las fronteras de la noche y la madrugada.
Alguien decía con voz lúgubre e inquietante: “escuchen esa voz”, entonces agudizábamos el oído, siendo más los que la oían con su cara de susto y mirándose entre sí, que los que no la oían. Los que creían haberla oído alcanzaban a decir, en medio del susto y los ojos desorbitados: “debe ser el viejo Néstor que está penando”, “esa voz amenazante es idéntica a la de él en vida”, “miren, tengo los pelos de punta”, eran voces con un trasfondo donde merodeaba el terror a punta de explotar, cómplices en medio del horror de la noche, imaginarios que coincidían, conciencias predispuestas para asimilar el miedo y la ansiedad misteriosa que lo recorría a uno de pies a cabeza. Y las alarmas del pánico se encendían con los gritos y las carreras del susto sin control, agrandándose aún más cuando, en época de lluvias, los truenos y relámpagos, sumándose a la escenografía de la oscuridad, avisaban que iba a llover en la madrugada, entonces antes del trueno los que tenían ojos para ver a los espíritus del más allá y a los muertos del barrio, según la vieja Sara, comenzaban a ver lapsus de imágenes fulgurantes que reían o hablaban uniéndose a los truenos implacables.
Abelardo temblaba de miedo, era la única debilidad que le conocíamos, ya que siempre nos mostró su valentía tirando trompadas a plena luz del día y de la que se jactaba porque muchas veces nos defendió, peleándose por nosotros. “Metete con uno de tu talla”, gritaba provocador cuando alguien quería buscarnos la pelea, y si el adversario no lo conocía caía en la trampa al ver a un Abelardo esmirriado y flacuchento
¡Qué miedo! Sin embargo, a pesar de mi incredulidad el miedo me era transmitido por la emoción de los amigos. “Dejen de tentar al demonio y vayan a dormir, nojoda”, era la vieja Belén, gritando y oyendo el latido de nuestros corazones con la percepción agudizada de los ciegos que muy poco duermen, o se despiertan al menor ruido. Llovía a cantaros y estábamos apretujados en la esquina del Mudo Diomedes cuyos ronquidos fluían ligeros e intranquilos como el arroyo que se formaba en toda la calle y desembocaba un poco más abajo, a la orilla del río que bajaba caudaloso y su rugido alimentado por el viento lo llevaba a perderse raudo en medio de la oscuridad de la noche.
Así nos quedábamos momificados en un abrazo colectivo hasta que alguien recordando la película vista, preguntaba: ¿es cierto que los vampiros mueren con una estaca clavada en el corazón? Enseguida la voz de Abelardo, impulsivo y ansioso por el miedo y el insomnio: “¡cállate hijueputa!, olvídate de esa película, la puta madre si duermo esta noche”. Esas palabras angustiadas de Abelardo despertaban el disfrute sádico del grupo. “No solo mueren con una estocada en el corazón, sino que los vampiros existen, y recorren las calles cuando hay tormenta”.
Abelardo temblaba de miedo, era la única debilidad que le conocíamos, ya que siempre nos mostró su valentía tirando trompadas a plena luz del día y de la que se jactaba porque muchas veces nos defendió, peleándose por nosotros. “Metete con uno de tu talla”, gritaba provocador cuando alguien quería buscarnos la pelea, y si el adversario no lo conocía caía en la trampa al ver a un Abelardo esmirriado y flacuchento. Caían en la trampa siempre porque Abelardo era flaco, amargado y sus puños entrenados a punta de las destrezas exhibidas con canalete de tanto remar en los botes eran dinamita pura.
Sólo nosotros sabíamos cuál era el Talón de Aquiles de Abelardo, más nadie estaba enterado en el barrio. Además, estábamos convencidos que, si contábamos a otros grupos sus miedos a las películas de terror, no sólo hubiéramos perdido al amigo, sino también al que siempre sacaba la cara por nosotros.