Lucas ya no es el mismo desde que llegué. Lo sé porque mamá le dice a papá que está muy triste, es como si supiera que dejó de ser el centro de atención, ha respondido mamá con insistencia, antes andaba alegre por toda la casa, se le veía feliz cuando salía de paseo con nosotros. Les escucho sin que ellos sepan que con el paso de los días las imágenes y los sonidos se van aclarando en mi conciencia. Lucas no se mete conmigo, me mira con su tristeza larga y triste como si supiera que he venido a desplazarlo. Él sabe que no somos iguales y lo tolera por la buena crianza que ha tenido. Recuerdo que antes no paraba de mover su cola, era la alegría desbordándosele por el cuerpo, ha dicho mamá, mientras me pegaba a su teta y la mamaba a placer.
La primera vez que mis ojos lo vieron era como una pelota de lana gris brincando por aquí y por allá, su voz de perro joven se oía por todo el apartamento. La felicidad de sus ladridos se enrollaba en las piernas de papá, dándole la bienvenida y haciendo caso omiso que yo estaba boca arriba en la cuna escuchándole sus ladridos felices, emocionados, hasta el extremo que se hacía pipí, y papá tenía que regañarlo con su voz de hombre cansado cada vez que llegaba todos los mediodías. Después el silencio se agudizaba con la siesta de papá; con el jadeo de Lucas, tenue, inaudible, y yo, pegada a la teta de mamá mientras la brisa que venía del mar entraba por las ventanas abiertas. Me acostumbré a verlo, pero él no se acercaba porque mamá le tenía prohibido que entrara a nuestro cuarto. Con el paso del tiempo entendió que su condición animal estaba por debajo de mi condición humana.
Cuando colocaban la cuna en la sala, Lucas se acomodaba debajo y dormitaba con su cuerpo extendido, totalmente embutido en su pelo gris, relajado y flácido bajo la cuna, ¿cómo lo sé?, era lo que veía en las filmaciones que papá hacía, grabando momentos memorables de mi vida, según él. Si lloraba, Lucas lanzaba quejidos lastimeros como tratando de congraciarse con las personas que nos visitaban, y corría de un lado a otro, como si les avisara que algo me sucedía. “Parece que entendiera”, decía papá. Debajo de la cuna sentía la energía juguetona de su cuerpo, sus ladridos ahuyentando algún moscardón intrépido que trataba de tocarme con sus horribles patitas.
Con el transcurrir del tiempo Lucas aprendió a comportarse y sus movimientos perrunos fueron de total resignación. Es el centinela en la puerta de mi cuarto, se echa exactamente en el suelo como un tapete gris, aunque la puerta le dé en las narices, pero sin golpearlo, ¡Quieto Lucas! No puedes pasar, le ordena mamá. Lucas obedece y sus jadeos se vuelven serenos y tranquilos. Cuando algún extraño, de esos amigos de mamá o papá, que nos visitan, me carga, sus guau, guau de perro joven terminan llamando la atención; alguna vez se paró sobre sus patas traseras y con las delanteras apoyadas en el borde superior de la cuna me mostró su asombro y su alegría jadeante sin ningún tipo de malicia ni agresividad. Otro día cualquiera me despertó su lengua caliente lamiendo mi mano derecha, con ternura y sin ningún atisbo de agresividad, claro, sin que papá y mamá se dieran cuenta. Poco a poco se fue estableciendo un pacto entre los dos, tácito, acordado a través de percepciones leves, ligeras que ninguna persona entendería.
Lucas se me acerca y me habla con su mirada cómplice: “Andas en cuatro patas como yo”. Me gusta parecerme a Lucas. Él lo sabe. “Solo ando como tú, pero soy mujer y tú eres hombre”. “Soy el mejor amigo del hombre”, responde moviendo la cola. “Claro que lo sé, bobito, sino no te dejarían estar aquí conmigo”, le digo, moviendo mi colita de bebé.
El día que me sostuve de pie en la cuna pude ver mejor a Lucas: fuerte, gris, imponente, inteligente, sensible, nervioso. Su mirada resignada comenzaba a expresar una juventud madura. Él sabe que lo veía. Me miraba. Le lanzaba con fuerza una pelota de tenis que atrapaba con la boca, las que se les escapaban las buscaba tropezando entre los muebles hasta que finalmente sus dientes finos la apretaban y me la devolvía de nuevo para que se la lanzará de nuevo en un juego reiterativo y circular que él se inventaba y que me gustaba mucho.
Se volvió costumbre apoyarse en sus dos patas traseras y colocar las delanteras en el borde de la cuna, desde allí me contempla; de pie y agarrada de manos en la cuna, Lucas me observaba y desde sus ojos grises me contaba su historia entre ladridos tenues de su vida de cachorro. Le hago guau, guau, y sus quejidos emotivos y pechichones lo hacen correr alegremente por toda la sala sorteando los obstáculos con una habilidad asombrosa. Se mueve para que lo vea desde mi cuna. Salta y corre de un lado a otro; agudiza el oído debajo de la puerta; se extiende cuan largo es para indicarme que ha crecido mucho; se sube a una silla y se reduce de tal manera que el asiento y el, quedan justos en un espacio delimitado para ambos; recoge objetos y juguetes por toda la sala, me los trae y sucumbo a su encanto de perro inteligente.
Desde que comencé a gatear, Lucas ha dejado atrás sus tristezas. Cuando mis padres me dejan gatear por un momento en la sala, Lucas se me acerca y me habla con su mirada cómplice: “Andas en cuatro patas como yo”. Me gusta parecerme a Lucas. Él lo sabe. “Solo ando como tú, pero soy mujer y tú eres hombre”. “Soy el mejor amigo del hombre”, responde moviendo la cola. “Claro que lo sé, bobito, sino no te dejarían estar aquí conmigo”, le digo, moviendo mi colita de bebé. Reconozco que Lucas sabe más que yo, ha paseado por Cartagena, Santa Marta, Barranquilla; me ha dicho que el mar de Cartagena es gris, el de Santa Marta es de un azul intenso, el de Barranquilla no le gusta mucho, me dijo, sin darme más explicaciones. Lucas me ha dicho que se siente feliz en su condición de perro, no desea ser humano, aunque yo le diga que ya es todo un hombrecito.
Todos los días mi mamá reza ante un altar que hay en el cuarto y hace muchas peticiones; ella habla y habla, pero nadie le contesta. Lucas y yo nos miramos. Rezo para que todos estemos bien, le dice a Papá, que es bastante incrédulo. Estoy segura que mamá reza por todas las personas que dice, pero no reza por Lucas, cuando sea grande rezaré por Lucas. Además, a veces escucho decir a mamá que reza también por el alma de algunos difuntos, no sé qué significa, pero cuando Lucas sea difunto la única que rezará por su alma seré yo. Algunas personas me dirán, pero si es sólo un animal que no tiene alma. Aunque Lucas sea un animal también tiene alma, soy testigo de ello, me cuida mejor que una persona, no deja que ningún desconocido se me acerque, si me oye llorar por las noches despierta a todos con sus ladridos; si tocan a la puerta ladra con fuerza. Más aún, cuando la muchacha que me cuida está a punto de perder la paciencia y pretende hacerme daño con gritos y pellizcos, Lucas le muestra los dientes para convencerla que le dolería en el alma que algo me sucediera. Todavía no entiendo bien eso de ser difunto, pero ya le aseguré a Lucas que el día que él sea difunto, rezaré por él. Lucas cuando me oye decir esto, mueve la cola feliz e inunda la casa con alegres guau, guau.