Cursé la primaria en una de las pocas escuelas públicas que tenía el municipio de Soledad. Rescato el entusiasmo con que las maestras me acogieron a pesar de los tiempos difíciles en los años sesenta del siglo pasado. El entusiasmo manifiesto de una vocación abnegada y apoyada en los estudios rigurosos de magisterio. Heredé el entusiasmo de esas mujeres magnificas. Su disciplina y entrega me dio el equilibrio que me sostiene en este planeta.
Savater, en el Valor de Educar, reflexiona sobre la presencia y dedicación de las mujeres en la enseñanza primaria. Mi primera maestra, que recuerdo, se llamó Elena. Abnegada mujer, que llegó del interior del país, baja estatura, piel blanca, rostro rojizo por la pasión de la enseñanza. A veces su rostro se mostraba agrio, duro; la voz aflautada por momentos, otras veces se expresaba en tonos graves y fuertes. En el salón de clase – que era la sala de una casa de paja –, paseaba su mirada inquisidora y amenazante, con una regla en la mano. Nunca sonreía. Apoyada por la autorización de los padres repartía reglazos, jalaba orejas y de vez en cuando un cocotazo nos daba. Desde el primer día de clase supo que mis travesuras eran una provocación – esa fue mi percepción –, jamás bajé la mirada ante nadie, eso lo aprendí como vendedor de arepas y empanadas en el mercado municipal. Miraba de frente, sin bajar la mirada. Me costó reglazos, jalones de orejas y mantener la cabeza apoyada en el brazo del pupitre horas y horas. Esa escuela acabó para mí el día que colocaron pastillas de traqui – traqui en las patas de la silla donde se sentaba. Corrió hacia la calle gritando como en los tiempos de la guerra de los mil días. Nunca se supo quién fue. Tampoco lo hice, de eso estaba convencido, pero cargaba la mala fama.
Mis padres me cambiaron a la escuela de la “seño” Imelda, que impartía la enseñanza con su tía Rita. A diferencia de la escuela anterior, esta era una casa grande, de cuartos amplios y patio largo e inmenso donde las gallinas, los cerdos y los perros convivían en una aureola de paz, circulando por toda la casa. Las maestras Imelda y Rita eran solteras, sin hijos, pero tenían dos sobrinas encantadoras, Rosa e Imelda, estudiantes de La Normal de Fátima, en Sabanagrande. Con mis escasos seis años (hablar de preescolar por esa época ni de vainas), me levantaba temprano y pensar en la escuela era evocar sus sonrisas juveniles y buen trato, ocupando mi memoria. Mis padres no se explicaban el cambio – para bien – que estaba experimentando. En los recreos corríamos por el patio lleno de árboles frutales, jugando con los perros que simulaban mordernos y disfrutando de los columpios y toboganes improvisados a un lado del gallinero. Entre carreras, juegos, sudores y jadeos y las miradas de reojo de Imelda y Rosa, transcurrían los aprendizajes de las operaciones matemáticas y las habilidades de leer y escribir. Las maestras reforzaban nuestros logros, permitiéndonos coger ciruelas, peras y mangos en épocas de cosecha. Asistía a la escuela mañana y tarde. Por las tardes, las maestras nos brindaban agua de maíz bien fresca, limonada al clima y algunos saldos de comidas ofrecidos dignamente en platos sencillos, sin costo adicional en la mensualidad. Los indisciplinados y perezosos se perdía de los manjares gratuitos.
La casa – escuela de la “seño” Rita – como se le conocía en el barrio – era igual a la casa de mis padres, pero con una diferencia: en la escuela se jugaba y estudiaba; en la casa se trabajaba en el negocio de la familia. Un día, la maestra Imelda llamó a mis padres diciéndoles: “el niño está listo para primaria, está preparado para 2º de primaria”. Ese día mi madre me compró un helado en la tienda de Felicia y mi padre me revolvió los cabellos, orgulloso. Ambos se enorgullecieron de mí. Esa alegría momentánea se esfumó cuando acabó la escuela “paga de doña Rita”, como se conocía también. Más nunca volví a ver a las sobrinas Rosa e Imelda, tampoco sus sonrisas. Al contrario de mi primera experiencia escolar, en esta última la salida me entristeció durante algunos meses. ¿Pero a quién le importan los sentimientos de un niño? Sólo a él.
En la primaria me recibió la “seño Nancy”, mujer alta, rostro delgado y hermoso, el cutis bien cuidado, su sonrisa de azafata cautivaba a todos. Esa maestra no había nacido para la tristeza, sus clases estaban llenas de una alegría que emanaba de ella. La recuerdo llegando a la escuela con su perfume de durazno diseminado por toda la calle. Iván, un compañero de clase, la percibía por instinto, olfateando su aroma desde que se bajaba del bus, con el tiempo llegó a calcular la intensidad del perfume que anunciaba la cercanía o lejanía de la maestra. Estábamos enamorados de la “seño Nancy”, eso nos obligaba a estudiar, a hacer las tareas, a ser más que nadie, a cumplir con los compromisos; a sentir el reconocimiento por nuestro aprovechamiento a través de su sonrisa y la suavidad de sus manos revolviéndonos el cabello. Verla frente a nosotros en sus clases magistrales era presenciar una artista de Corín Tellado: hermosa, alegre, sonriente, cercana. A pesar de su elegancia nunca sufrimos un gesto de rechazo, cuando entrábamos sudados al salón de clase después de los recreos.
La casa – escuela de la “seño” Rita – como se le conocía en el barrio – era igual a la casa de mis padres, pero con una diferencia: en la escuela se jugaba y estudiaba; en la casa se trabajaba en el negocio de la familia.
Jamás olvidé el día que me tomó de la mano y enseñó a dibujar un pájaro en una hoja de block, sentí que volábamos juntos. Su voz tierna y dulce contrastaba con la severa autoridad de mi madre; sus manos tomando las mías eran suaves y cálidas; su aroma particular envolvía todo mi ser sin importarle el sudor de los recreos; sus ojos azules eran un mar irresistible de aguas tranquilas cuando miraban. Demasiado hermosa para ser verdad; demasiado hermosa para nuestras uñas sucias y uniformes sudorosos. Sin embargo, nunca su belleza se opacó por el sudor y la gritería. Siempre demostró la fuerza de su vocación, haciendo caso omiso a los prejuicios y la incomodidad de los malos olores.
Al culminar ese año escolar me llamó en la entrega de boletines para entregarme un libro de cuentos, merecido por mi amor y esfuerzo a la lectura. Salí orgulloso a recibir el regalo, con el pecho henchido; fue eterno el beso dado al momento de la entrega del regalo. Mi hermana Yoya, que nunca fue a la escuela, lloraba emocionada ese momento que jamás tuvo en la infancia.
¿Adónde se fue la “seño Nancy”? Cuarenta y cinco años después nadie da razón de ella. Nadie supo que se hizo. Pero sigue intacta en mi memoria bajo el árbol de almendras con su porte inglés mientras todos en círculos, sentados a su alrededor, nos dejábamos encantar por la magia de sus palabras y el tamaño de su sonrisa, leyéndonos con su gracia única los cuentos de los hermanos Grimm.
Después llegó a mi itinerario escolar la “seño” Gladys. Cuarenta años de edad, soltera, con canas incipientes en su cabello peinado hacia atrás con recato y dignidad. Trataba de ocultar su belleza con la austeridad y práctica seria del magisterio. Organizada en su práctica magisterial, vivía intensamente su vocación de maestra. Se preocupaba por el aprendizaje de los estudiantes, sabía que veníamos de familia donde la tradición no era precisamente el estudio. Le encantaba mi memoria. Había demostrado una memoria prodigiosa hablando de geografía, historia o biografía de grandes autores. Esa fue la razón para que en los actos cívicos me motivara a declamar poemas de Pombo, Mutis, Rojas y Jorge Artel. Pero un día la memoria me jugó una mala pasada y mis ojos asustados buscaron a la “Seño” Gladys, que comprensivamente me alentaba con su mirada y el movimiento de sus labios, sin reproches. Al bajar del pódium de los declamadores sentí el consuelo de su abrazo maternal. Me sentí feliz en su regazo a pesar de las intensas ganas de llorar por haber olvidado la letra del poema recitado.
La escuela y la infancia fueron dos tesoros que gocé a plenitud. Estando en el bachillerato no dejé de evocar con nostalgia aquellos dos tesoros de mi vida que perdí para siempre. “Niños, recuerden que no están en la primaria”, nos recordaban los profesores con actitud perversa. Muy lejos quedó el autoritarismo de la maestra Elena esforzándose para enseñarnos con sus métodos; atrás, maestras Imelda y Rita con su tierna severidad de premios y castigos. Se ha ido difuminando con el paso del tiempo la alegría sincera de la “seño Nancy”, su vanidad envuelta en aromas de talcos y perfumes, la melodía de su voz al enseñar y el azul de sus ojos asombrándonos siempre, las mañanas bajo el almendro leyendo historias que nos cautivaban. Todavía me parece ver los ojos grises y tristes de la “seño” Gladys, mirándonos uno a uno y develando las historias de que hablaban nuestros ojos. Todavía mi cuerpo y espíritu recuerdan el abrazo tierno y asertivo a pesar de los errores cometidos.
De esas mujeres aprendí lo valioso del estudio: el goce de los aprendizajes de la vida. Después de las extenuantes labores académicas, mañana y tarde, llegaba la noche y con ella mi madre sin saber mucho de lectura y escritura, velando para que hiciera los deberes escolares. Siempre fue así. Me vigilaba en silencio, con su gramática gestual muy particular. Cuando apartaba la mirada del libro o la libreta ahí estaba la de ella, preguntándome, interrogándome, cuestionándome, amándome a su manera, en silencio, sin palabras.
Desde niño trabajé con mis padres en el negocio que sostenía a la familia. De ahí que mi vida infantil estuvo suspendida en el dilema de trabajo y/o estudio. El trabajo fue duro en mi vida infantil, agotando mis energías. Pero el estudio y la escuela los viví con la inconciencia natural del juego y la alegría, y la permisividad espontanea de un mundo ingenuo, del goce de un tiempo, sobreponiéndome a las fatigas físicas y viviendo la scholé – concepto utilizado por los griegos, refiriéndose a la escuela – en su amplia dimensión lúdica, liberándome de los esfuerzos físicos del trabajo. Esas maestras ampliaron los derroteros de mi niñez y ofrecieron su vida en un acto de biofilía contagioso.
Es hermoso, recordar el buen paso de una maestra, en nuestras vidas, y traer a nuestra memoria anécdotas, travesuras y dificultades, que vivimos en nuestra niñez , las cuales forjaron nuestro carácter y diaciplina para ser hoy lo que somos. Gracias por compartir tus vivencias
Una historia que me atrapó desde el inicio… me condujo a mis propios recuerdos, permitiendo ir entreteniendo mi historia con ésta. Pero, lo más interesante y de gran significado es la manera como el autor logra entregarme un retrato psicológico de cada una de las mujeres que fueron dejando, de forma indeleble, sus huellas en su personalidad, desde su primera maestra, diferente a la Madre hasta aquella, que le permitió contrastar ese paso de la primaria al bachillerato.
El autor, narrador de su historia, utiliza un estilo impecable, donde deja develado que fue marcado por ella, de tal forma, que ha sido el motivo esencial para inclinarse, a nivel de su vocación, por la pedagogía, pero pensando en la parte más sensible de los niños y su natural inclinación hacia los juegos, combinado de manera acertada como estrategia, la enseñanza y la ludica, para obtener excelentes resultados a nivel de aprendizajes de sus discipulos.
Tu reflexión es interesante, amigo Dalit. Quienes tuvimos la bendición de ser educados por mujeres abnegadas en su vocación, hoy hacemos un alto para agradecerles sus bondades espirituales, incluso, la manera particular de enseñar que nos angustiaba. Paso a paso, fuimos comprendiendo que no se vivía en una burbuja, sino que estábamos obligados a vivir realidades y situaciones, donde el amor – odio y la tristeza – alegría, hacen parte de la existencia humana. Feliz día, estimado
…es “ir entre tejiendo mi historia con ésta”…
Corrijo.