Las historias brotan siempre en todo momento, sólo hay que tener ojos y oídos para conocerlas y adentrarse en ellas. El espacio nos permite evocar tristezas y alegrías; el tiempo deja caer sus surcos implacables en el rostro de un hombre o de una mujer. Una palabra olvidada por alguien, un gesto de odio fugaz; la sorpresa de un encuentro; la necesidad de seguir siendo y el miedo a ser olvidado; la soledad y el desamparo en que nos deja el ser amado. La alegría o la locura de reconocer a alguien que nunca conocimos, aunque nos tilden de locos. Precisamente de esas locuras brotan las historias como un ejercicio de memoria, como una pausa en el tiempo guardada en un libro, pero con la esperanza de ser leída, de ser escuchada y regresar de nuevo desde el país del olvido. Las historias surgen de muy dentro, nos impactan también desde muy afuera, y hay unas que nos buscan para ser comprendidas. Somos un manantial de historias porque somos autopieticos, en cada célula que nos conforma hay una vibración que produce el relato desde el sí mismo; estamos abiertos a la palabra, a la suspicacia, al deseo de contar y ser contado.
1. “A Carlos Veliz Vilches, maestro chileno y pionero de la Educación Física en la Costa Norte colombiana”.
Cuando lo vi por primera vez su andar era enérgico y rápido; su voz siempre fue fuerte, era una voz de conferencista vigoroso. En cada palabra de su discurso ponía el espíritu y la pasión de su vasto conocimiento. Fue maestro y amigo por más de cuarenta años. Exiliado de su país austral se adaptó a las costumbres del Caribe, pero su ética era inamovible y su crítica era implacable ante el auditorio de estudiantes que lo escuchábamos. El tiempo le enseñó que una golondrina no hace verano y se sumió en el anonimato. Un amor fugaz y eterno le sonsacó su espíritu nerudiano. Fugaz porque la muerte de la amada le truncó los sueños de hombre amoroso y eterno porque hasta su muerte jamás la pudo olvidar. Desde entonces se convirtió en un lobo estepario circunscrito a unos pocos amigos. Envejeció. Regresó a su país sin despedirse, pero al mes estaba de vuelta. Eso lo supimos cuando regresó y en medio de una borrachera, con la mirada perdida y puesta en las estrellas a través de la ventana evocaba a su poeta y los versos se le salían del alma: “La noche está estrellada y ella no está conmigo”, refiriéndose a la amada perdida. Después con los ojos cerrados decía: tenía razón el Gran poeta, como llamaba a Neruda: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, entonces abrió los ojos y con una lucidez asombrosa nos contó que durante el regreso a su tierra se cansó de buscar a familiares y amigos, y lo único que encontró fue ausencias, nadie lo fue a esperar al aeropuerto, no encontró un rostro conocido al que afianzarse. Entonces decidió regresar y morirse aquí, lejos del olvido. Sin embargo, nosotros, los que lo conocimos, todavía lo recordamos; de vez en cuando hacemos una tertulia con el pretexto de continuar exaltando su semblanza y continuar viviendo con su ejemplo.
2.
“A una mujer anónima que me buscó para escribir su historia”
Vinieron unos sujetos con caras de amigos a sacar mi hombre de la cama. Se lo llevaron lejos, bien lejos, hasta donde le aguantó la vida. Supe que murió antes que me avisaran. Además, cómo no presentir su muerte antes que llegaran con la noticia, si desde niños dormimos la misma cama, compartíamos los sueños respirándonos el aire y sus manos de comadrón me buscaron uno a uno los diez hijos que me sembró aquí dentro. Algo le iba a pasar – lo intuí- pero no sabía que iba a morir, sino, no lo dejo salir, lo juro.
Antes de partir: oró frente a sus hijos, cuando él nunca lo hacía, me previno contra los ladrones de ropa y de gallina y, por último, me agarró el culo con fuerza, como nunca lo había hecho, desesperado, y me besó en la oreja donde él sabía que llegaba la cosquilla del bigote. Después se lo llevaron en un carro de lujo y ya no supe más de él.
Un amor fugaz y eterno le sonsacó su espíritu nerudiano. Fugaz porque la muerte de la amada le truncó los sueños de hombre amoroso y eterno porque hasta su muerte jamás la pudo olvidar. Desde entonces se convirtió en un lobo estepario circunscrito a unos pocos amigos.
3.
“Adónde van los muertos, me pregunto”
Ya no es necesario que lloremos tanto a nuestros muertos. Basta con entender que los muertos pasan a mejor vida de un continente a otro en un viaje metafísico que no todos pueden imaginar. Por ejemplo, en estos días, en pleno verano europeo, me tocó ver innumerables personas cuya muerte los exilió de su lugar de nacimiento. Fue una sorpresa ver a Neruda frente al Museo del Prado, allí en el centro de Madrid, sentado en una cuesta con la mirada perdida en la plenitud de la tarde mientras sus manos sostenían sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y la gente lo ve, o no lo ve, pero él pasa desapercibido entre los turistas que van y vienen.
Muy cerca al museo se encuentra el parque El Retiro como un enorme pulmón refrescando el verano que la gente se ha tomado, en las cercanías del lago, en todo el centro, rodeado de árboles y de caminos que se entrecruzan, donde los atletas como veloces gacelas ponen a prueba su capacidad aeróbica y anaeróbica. Allí en la plazoleta, en medio de deportistas y turistas que practican canotaje, se pasea tranquilamente Cortázar, exhibiendo su inconformidad y jugando a encantar con las palabras, ante una mujer que seguramente tiene casi su misma edad. Por un momento se detienen a observar a un hombre que toca el violín ensimismado en su música y la nostalgia de unos sueños de grandeza. Muy cerca una gitana exhibe una bola de cristal sobre una mesa y el cobro de veinte euros para saber qué será de tu vida de aquí en adelante.
En Ámsterdam, Hemingway, montado en un yate de placer se pasea por uno de los canales en pleno verano. Vestido de blanco, con una jarra de cerveza que saborea pausadamente, Ernest sonríe ante la malicia colectiva de los orientales que cuchichean entre sí mientras observan a las puticas anoréxicas que se exhiben en las vitrinas. El yate de lujo deja una estela de espuma blanca llevándose la imagen del nobel mientras fuma su largo habano con la mirada extraviada en los recuerdos que le traen las fiestas en las calles de San Fermín.
Por otra parte, con su sencillez acostumbrada, tratando de pasar desapercibido, Mario Benedetti está sentado al lado de una escultura de Van Goh en una de las tantas plazas existente en la ciudad de Bruselas. En sus manos reposan los cuentos montevideanos, esos que narran las historias de exilio, nostalgias y amores. En su bolso de mano se encuentran La Tregua y una de las preguntas que tanto asaltan a las personas que se van a jubilar: ¿qué haré con tanto ocio?; también uno de sus libros de poemas abierto a la gente que se deleita con: Si Dios fuera mujer.
Por su parte, Augusto Monterroso con sus brevedades literarias encanta a unos niños de preescolar en la ciudad de Delft, Holanda, con el cuento más corto del mundo: El Dinosaurio; el espejo que no podía dormir, el Grillo Maestro, la Honda de David y La Sirena Inconforme entre otros. Desde el más allá con la maestría que puede generar la muerte, Monterroso, en perfecto holandés recrea la imaginación de los párvulos. Con su rostro simpático y agradable el narrador guatemalteco cuenta los cuentos como una anécdota sucesiva de personajes que aparecen y desaparecen por arte de magia, ante el asombro de los niños que jamás habían escuchado estos relatos de América.
Por último, como una excepción a la regla, el escéptico Saramago, con su voz irreverente e hispánica interroga a los transeúntes que circulaban por la Plaza Mayor de Madrid: ¿Qué pasaría en un país donde la gente no sale a votar el día de las elecciones?, ¿Qué ocurrió con Adán y Eva después de ser expulsados del paraíso, y Caín después que asesinó a Abel?, ¿Cómo actuaría usted si encuentra en la ciudad donde vive a otra persona idéntica a usted? Preguntas sueltas que no se las llevaba el viento pues la gente se detenía a recrearse con ellas pensando que más vale una buena pregunta que una respuesta única. El portugués persiste quedarse en Europa con su muerte recién estrenada.
Lástima que el tiempo de vacaciones se agotó porque estaba seguro de encontrar en algún lado al irónico Onetti, o al introvertido Borges, a la sutil Gabriela Mistral y la ternura de Meira Delmar. Además, eso me hace pensar que, en Colombia, América, exista la posibilidad de encontrar a un Herman Hesse releyendo su Lobo Estepario en la intimidad de un café de Bogotá; a Barthes revisando las mitologías del Caribe en una biblioteca de Barranquilla; a un Unamuno, frente al mar, lejos de los horrores de la guerra; a un Kafka ensimismado en sus reflexiones e imaginarios fantásticos en la fría capital de Boyacá. Claro que para todo eso hay que tener ojos porque no cualquiera los tiene para ver a los muertos, como decía la vieja Sara.