La amistad es un río y un anillo. El río fluye a través del anillo.
Octavio Paz.
Recuerdo que Marcelino jugaba el baloncesto y lo disfrutaba. Cuando lo hacía su cuerpo longilineo, de piernas largas y tronco corto, se desplazaba en una especie de danza rítmica, por derecha o por izquierda. Driblaba y en una carrera de zig – zag cambiaba de mano, avistaba el aro, se sostenía tres segundos en el aire, el tiempo justo, como si levitara, para encestar por encima de la cabeza de sus rivales que trataban de impedir la cesta.
Esa es la imagen que evoco de Marcelino en movimiento, hace más de cuarenta años. Todavía lo veo en el salón de clase, en silencio la mayoría de las veces, ensimismado en sus pensamientos, quizás preguntándose cómo sería su futuro. Marcelino y yo éramos amigos – bueno, todavía lo somos – desde que estudiábamos en el colegio Salesiano de San Roque, a pesar de la ausencia mutua. Siempre fue un estudioso del inglés, mientras yo era amante de mamadera de gallo y organizador de actos de indisciplina en el salón de clase, animando al grupo con actitud transgresora dibujando en las paredes y escribiendo grafitis en los baños un viernes al mediodía, o subiéndome a la tarima con el Gordo González, a bailar Mapalé bajo el tan – tan de los tambores improvisados en los brazos de los pupitres que el resto del curso tocaba, donde sobresalía la fuerza de Gutiérrez, el Mecánico, bonachón y enérgico que, además, vigilaba los pasillos para que los curas no nos sorprendieran en el esplendor del desorden.
Marcelino era feliz aprendiendo su segunda lengua y sonreía cuando veía las morisquetas que hacíamos sobre la tarima. Todos éramos felices también. Fue tanta su pasión por el inglés que iba al aeropuerto los fines de semana a ofrecerse como guía a los turistas gringos que llegaban sin hablar nada de español. “I Speak english, welcome to my country, Colombia. You are in Barranquilla. I Can you help?”, eran frases escritas en su pecho sobre un pedazo de cartulina, para que la leyeran los extranjeros extraviados que miraban atentos y curiosos a la gente en la puerta de llegada de los vuelos internacionales.
Los lunes en recreo, Marcelino nos contaba mientras disfrutábamos la invitación a merendar a costa del imperialismo yanqui. Se gozaba su inglés, ampliando su vocabulario y ejercitando nuevos modismos, al mismo tiempo mejoraba su listen bajo la tutoría del maestro de inglés, profesor Molina, conocedor exhaustivo de la cultura inglesa y norteamericana, de andar suave y con la flema irónica de los británicos en los labios, deleitándose con cierto placer el analfabetismo de muchos del curso en torno a la lengua de Shakespeare y el nerviosismo exhibido de González, De La Torre, Larios, Vizcaíno y Arzuza, cuando pronunciaban la segunda lengua
Nunca vimos un gesto de rabia en Marcelino, su rostro moreno, sereno y tranquilo muy poco se inmutaba, recordándonos a Séneca, el filósofo, con su estoicismo a la vanguardia; a veces una leve sonrisa afloraba en sus labios, jamás le escuchamos una carcajada. Era comprensivo y tolerante, poniendo al servicio sus conocimientos farmacéuticos en un gesto solidario con los compañeros mayores que se la pasaban buscando viejas detrás de la iglesia de San Roque, o merodeando por la calle veintinueve, detrás del colegio, en pleno Boliche. A estos compañeros se les volvió un hábito visitar a estas mujeres que merodeaban por esos lugares y los esperaban a la salida de clase, después de cinco de la tarde.
Las anécdotas de estos compañeros contadas en esporádicas reuniones eran un deleite y un goce. Sólo escuchábamos, reíamos y nos asombrábamos de las peripecias en torno al ejercicio de la sexualidad. Marcelino, enterado de las andanzas de muchos de ellos, se anticipaba para evitar que alguien del curso cayera bajos los estragos de una enfermedad venérea, y de manera preventiva regalaba inyecciones, o aconsejaba un tratamiento especial que recomendaba su padre, que era boticario y tenía una farmacia al lado del colegio. “Tranquilo, no me deben nada – decía al auditorio, atento a sus orientaciones – también los dólares del imperialismo alcanzan para aliviar las angustias biológicas de la adolescencia”, lo decía con una seriedad tan profunda que nadie dudaba, sólo le creíamos.
Esas historias hermosas sólo podían ser escritas por Marcelino, por su capacidad reflexiva para observar los detalles, por su inteligencia intrapersonal, como diría Gardner, para adaptarse a un mundo hecho a su medida, sin tanto alboroto, como bien lo exige su personalidad. Estoy casi convencido que, en la cotidianidad del mundo árabe, Marcelino se adaptó por su personalidad, por su manera de ser.
Pasaron los años y Marcelino siguió obsesionado por el inglés, no sólo para aprenderlo y viajar por el mundo, sino también para enseñarlo. Esporádicamente nos encontrábamos por los claustros de la Universidad del Atlántico. Después las distancias y las ausencias mutuas se convirtieron en recuerdos y anécdotas. Un día me enteré que había escrito un libro, Historias del Mágico Medio Oriente. Vi en su rostro envejecido vestigios de aquel Marcelino sereno y tranquilo, introvertido y reflexivo; también la misma sonrisa tímida, leve y apocada; su semblante de hombre maduro era la viva estampa del escritor hecho para esas crónicas de la realidad árabe, allí se conjugan el goce del viajero recreado con la palabra de cada experiencia vivida; se evidencia la actitud del maestro cuyo tesón y esfuerzo por aprender inglés lo llevaron a la trascendencia de una vida con sentido, a diferencia de Sísifo, el rebelde, cuya carga pesada impuesta por los dioses se convirtió en un castigo absurdo, eterno a sus burlas y malicia.
Esas historias hermosas sólo podían ser escritas por Marcelino, por su capacidad reflexiva para observar los detalles, por su inteligencia intrapersonal, como diría Gardner, para adaptarse a un mundo hecho a su medida, sin tanto alboroto, como bien lo exige su personalidad. Estoy casi convencido que, en la cotidianidad del mundo árabe, Marcelino se adaptó por su personalidad, por su manera de ser.
En Las Historias del Mágico Oriente, Marcelino narra lo que oye, lo que dice la gente, los imaginarios perpetuados en el misterio de un mundo mágico. Desde las primeras páginas recrea la angustiosa experiencia vivida por Massino Fusco, Cantor italiano, al comerse la última lengua de cabra que quedaba de la estirpe de Assaka. El lector vivirá la magia fabuladora del cuentero de Varsovia cuyos amigos cuenteros de corporeidad ausente sólo le dejaron las historias fascinantes en torno a un “muro diminuto”, que había a la entrada de las habitaciones árabes. Conocer la odisea de Hashim, quien evitó perderse en la identidad andaluz y recuperar su árabe auténtico en la búsqueda de su amada Carmen y la obsesión de ceñirle, su obra de arte, el agal en torno a su cabeza. Transitar por la historia de amor de Ahmed y Fátima, perdida en el tiempo, pero aun así pudo más el amor, y las generaciones actuales aún se lamentan que los amantes hayan perdido tantos años de felicidad. En ese desierto aparecerá el último limpiador de dagas, Abdul Aziz, que vence a más de setecientos impostores y de esta manera exhibe su poderío, conservando así una tradición que parecía perdida. En, Prohibido Llorar, las historias de un pueblo árabe, Saqhur, son contadas por un farmaceuta, convirtiéndose en sedante y cura de pacientes, que al final, terminan llorando de placer, olvidándose del dolor y malestar que los empujó a entrar a la farmacia. “Puede, por favor, contarme la historia de Saqhur y venderme dos colirios de Raha”, es la petición de los clientes que se hacen cómplices del narrador, cuyo mundo de ficción le permite evocar la labor de su padre en la realidad de su infancia allá en la Calle de Las Vacas. Y así uno acompaña al narrador con la historia de La perla de los destellos que, a pesar de los cálculos seguía siendo esquiva en tierra de los Emiratos Árabe; la historia de Tottis, un halcón acostumbrado a la realeza árabe, que desaparece y es encontrado, y devuelto a su dueño, un Jeque del Medio Oriente; y que termina no siendo el mismo, por lo cual es liberado. Así vamos de la mano del narrador por esa diversidad fantástica con la que nos recrea el medio oriente y que de vez en cuando nos recuerdan los paisajes del film, Lawrence de Arabia.
No hace mucho fue emotivo escucharle a él y a su esposa entrevistados por un periodista radial. Su esposa fue más locuaz en las respuestas al periodista. Marcelino, sin embargo, a pesar de estar atento se mostró justo en el lenguaje, más bien parco, me atrevo a decir. El periodista acucioso desea saber sobre la pandemia, qué se hace, cuál ha sido el impacto, qué medidas se están tomando. Marcelino, mientras tanto, cavila, medita, adopta una actitud reflexiva. El mundo árabe lo absorbe, se lo ha ganado con su misterio, y él deja que toda esa magia fluya y lo impregne como las aguas de un río, mientras su mente elucubra serena en las inagotables historias que aún faltan por contar.
¿Por dónde anda, Marcelino?, lejos, muy lejos, quizás ahora hace una pausa y sin ningún rival que lo acose lanza el balón a la cesta añorando los aplausos de los compañeros salesianos que hace rato su memoria no escucha. Mientras ese ejercicio de memoria nos une, Marcelino siente la necesidad de vernos por cámara para contarnos sus impresiones sobre su itinerario mundialista en Qatar. Con voz pausada se ayuda de las imágenes para mostrarnos la suntuosidad de los estadios y el colorido de la diversidad en los estadios. Estados Unidos – Países Bajos; Brasil – Camerún: fueron algunos de los tantos encuentros comentados, acompañados con imágenes de las ciudades y el pluralismo de los visitantes, sus curiosidades y el comportamiento cotidiano bajo las reglas de un país que todavía sigue causando extrañeza.
Cuando de nuevo nos golpee la nostalgia a los compañeros de curso, se cruzarán los mensajes, se activarán las redes, nos enviaremos links. Todos en nuestro interior nos preguntaremos: ¿Por dónde anda, Marcelino? Seguramente rescataremos anécdotas olvidadas, surgirán preguntas y ese amigo lejano nos recreará con la magia de sus palabras, mucho más fuerte que las imágenes, trayéndonos nuevas historias del fascinante mundo del Medio Oriente.
Excelente
Buena narrativa amigo Wencel,colocastes el imaginario Wencelasco, en las calientes tierras arabes, dinde las nas seguro no habian mariposas amarillas en sus suelos en eoocas entre abril y mayo, como si abundan en las tierras del departamento del Magdalena que la diferencias de las demas epocas del año. Anunciando la llefada de la primavera en nuestras tierras, esto entrelazado con las viviencias encarnadas de nuestra eooxas como estuduantes juveniles del colegio salesiano, cuyo protagonista del ensayo es nuestro amigo Marceliano Torrecilla, ! Excelente, frlicitaciones una vez mas .. adelante don Wencelasco…!