¿Adónde fue a parar la risa de Silvius? ¿Qué le sucedió a su risa simpática, esa que capturaba adeptos a las matemáticas?, ¿Dónde fue a parar la gracia y el encanto de ser humano que alguna vez les dio celos a sus colegas de la escuela? Sí, la risa de Silvius se extravío en la ausencia determinada en el tiempo y el espacio que establecen las distancias. Esa fue mi impresión al verlo, después de tantos años, Iván. Me impresionó la tristeza en sus ojos y como su mirada vagaba extraviada, entre la gente. Solitario, se tomaba un café, buscando, tal vez, un rostro perdido en el olvido o en la memoria, pero su mirada naufragaba hacia confines que lo aislaban de este mundo.
Al verme me confundió contigo. “No, no soy Iván”, le dije, mientras me abrazaba efusivamente. Deshizo el abrazo con lentitud y me apartó despacio con sus manos en mis hombros. Me confundió contigo, hasta se acordó que viniste de México el año pasado, en octubre, y fuiste a saludarle en la escuela. No soy Iván, soy su hermano. “¿Cómo estás?”, le pregunté. “Ah, tú eres el profesor”, sonrío en medio de la vergüenza que la memoria le había jugado. Le miré de frente, fotografiado por su mirada ausente, al mismo tiempo que rebuscaba en la memoria una anécdota de antaño en la sala de profesores.
Tú, que siempre le viste pulcro y elegante no lo reconocerías, aunque sí está muy lúcido. Sin embargo, se demoró indagando en la memoria hasta reconocerme como tu hermano; su mente numérica y ágil se había vuelto lenta. Sospeché que no era su biología, sino su estado de ánimo. Algo había ensombrecido su sonrisa de niño bueno. En ningún momento aludió al breve lapsus de confusión que tuvo. “Supe que vino el año pasado, logré hablar con él en una despedida que le hicieron sus amigos de curso”. Me lo dijo con sus ojos puestos en mí, con la mirada perdida en el naufragio de los recuerdos, escarbando en la memoria, tratando de encontrar un asidero. “¿Estás viviendo por aquí?”, le pregunté, para traerlo de nuevo a una realidad que se le escapaba, aislándolo de este mundo.
“Hace ocho meses me pensioné y decidí buscar la tranquilidad de este barrio”, me dijo, volviendo de ese letargo, entre paréntesis, que lo obligaba a escabullirse de la realidad y vivir en la ficción de los recuerdos, como si fuese algo normal en su vida ociosa. Esa era la impresión que me daba, viéndolo en el mismo centro comercial donde se volvió rutinario encontrarnos. “Me alegra verte, me alegro cuando veo a alguien conocido y de confianza. Sí, vivo por aquí cerca. Me mudé hacen dos años. Esto por aquí es tranquilo. Me gusta. Qué tiempos aquellos”, me dijo, sin recuperar la mirada incorregible que se le escapaba hacia dentro tratando de la memoria. “Mi retiro fue voluntario”. “¿Por qué se retiró?”, le pregunté, pero las palabras se perdieron en medio de las risas y las voces de los clientes, mezclándose con los villancicos navideños.
“Iván, sé que él inspiró tu amor por las matemáticas”. Aún recuerdo los días que llegabas a casa y lo primero que hacías, después de comer, eran los ejercicios matemáticos. Viéndole, no alcanzaba a explicarme adónde se fue su entusiasmo de “teacher de matemática”, como siempre me decías. Un día dijiste, “me gustaría ser matemático como Silvius”, “¿quién es Silvius?”, te pregunté. “Es mi teacher de matemática”, dijiste un día, muy convencido después de resolver los primeros cinco casos de factorización sin equivocarte.
Siempre se vistió con elegancia para ir a la escuela. Llegaba siempre con el mismo entusiasmo desde la mañana hasta mediodía, cuando la jornada terminaba. Sonreía seguro de sí mismo en todo momento. Era capaz de manejar sus emociones, exhibiendo cierta ironía en sus clases; su sonrisa empática brindaba confianza y tranquilidad a los estudiantes que se acercaban a preguntarle una fórmula o cómo despejar una incógnita para encontrar el valor de equis. Con esa misma tranquilidad, sin rabia ni ansiedad, explicaba un teorema en geometría, el área del triángulo o la equivalencia de la hipotenusa y su relación con los catetos. Con su sonrisa lo apoyaba a uno tanto en la verdad y en el error, todo eso me contaste Iván, cuándo te pregunté si te acordabas de Silvius, tu profesor de matemática. El mismo teacher de matemática que no te cansabas de admirar porque no se inmutaba ante ningún problema. Iván, si, Silvius, ese que jamás dejaba de sonreír comprensivamente, sin un gesto de maldad en su rostro, diferente a otros profesores de matemáticas que tuviste, que tú me contabas que los hacían cagar de miedo.
Era capaz de manejar sus emociones, exhibiendo cierta ironía en sus clases; su sonrisa empática brindaba confianza y tranquilidad a los estudiantes que se acercaban a preguntarle una fórmula o cómo despejar una incógnita para encontrar el valor de equis. Con esa misma tranquilidad, sin rabia ni ansiedad, explicaba un teorema en geometría, el área del triángulo o la equivalencia de la hipotenusa y su relación con los catetos.
Esto que te cuento Iván, llevo meses pensándolo, sin encontrar nunca la ocasión para decírtelo, hasta ahora. Cada vez que lo encuentro nos tomamos un café y las palabras que nos decimos siempre dan un rodeo, dejando entrever afirmaciones que lo emocionan. “Tuve tres hijos, los tres están casados…”, comienza y se detiene como si la mente se le bloqueara, como si una fuerza misteriosa le recordara la prudencia de no decir más. Entonces bebe lentamente el café y me observaba cambiando el tema: “¿cuándo viene Iván?”. “Probablemente el otro año, todavía no hay fecha”, le respondo con rapidez, como si jugáramos una partida de ajedrez y pulsara el reloj, esperando su jugada. Así en los encuentros sucesivos de los meses siguientes fue soltando frases que le fueron dando forma a su tristeza. “Tengo tres nietos que me visitan de vez en cuando”. Su mirada brilla, imaginándose las travesuras de los niños en los recuerdos. “Los niños de ahora salen con un chip que lo dejan a uno sorprendido”, y su sonrisa es una mueca muy lejana de la sonrisa entusiasta de hace treinta años.
No te imaginas cómo regresaba a su casa después de haber conversado una hora o más. Sus pasos eran lentos, como perdonando el viento, evocando a Mi viejo, de Piero; su andar cabizbajo, mirando hacia el frente, a veces abajo y otras arriba. Le costaba mirar de un lado a otro. Cuando miraba hacia abajo daba la impresión de querer escabullirse; cuando levantaba la cabeza su mirada naufragaba entre los consumidores que transitaban por el almacén, como si buscara a alguien que se le ha perdido. Ahí entendí que Silvius, el matemático, se había vuelto viejo para siempre y su optimismo se le extravió en medio de la soledad que vivía, esa fue la impresión que me dio.
Se hizo costumbre encontrarnos dos veces a la semana en el café del centro comercial. En cada encuentro tenía la sensación de un nuevo comienzo. Nunca acordamos una nueva cita o un nuevo encuentro, sin embargo, los martes y jueves me miraba como indagando de dónde venía, preguntándome qué hacía por esos lados, sus palabras ocultas e indecibles estaban ocultas en la memoria y sus ojos hablaban por él. Yo le seguía el juego tratando de entenderlo. “Me agrada mucho verle. Me acabo de mudar a este barrio. Sí, es tranquilo. Ojalá nunca se dañe. Profe, pero no envejeces. Sigues igual”, recurría a viejos halagos y me miraba asombrado preguntándome por ti, confundiéndome contigo, y yo aclarándole, y él diciéndome que ya tú eras todo un mexicano después de tanto tiempo de vivir allá, “lleva más de media vida por allá o, ¿me equivoco?”, me interrogaba con los vestigios de pensamiento matemático que le quedaban todavía.
“Así dicen algunos amigos y estudiantes, que no me pongo viejo”, retomaba el halago con una sonrisa triste. “Pero estoy seguro que he cambiado. Los hijos se casaron y se fueron. A la esposa la visito los domingos, de lunes a sábado vivo sólo hace más de un año, sólo espero el domingo para visitarla”, había tristeza en sus palabras, pero también un relámpago de ternura y amor cuando se refería a su esposa. Entonces le pregunté:
“A ver profe Silvius, cuénteme de su esposa, ¿cómo está ella?”.
“Ella está bien. ¿Ves este ramo de flores? Todos los domingos le llevo flores al cementerio”, lo dice despacio, sin mirarme, mientras una lágrima espontanea, llena de recuerdos, insiste en borrarle esa sonrisa con que lo conociste, Iván.