El mar despierta en la mañana con tranquilidad, acercándose a la costa. Las aguas espumosas tocan la playa y regresan presurosas a jugar con las olas, confundiéndose en la profundidad del océano. Los bañistas madrugadores disfrutan el estado de ánimo del mar, se zambullen, se lanzan una pelota, bucean en las aguas grises y espumosas, viendo en el fondo tonalidades de color. Las parejas alejadas de la orilla – casi en el límite que establecen las boyas flotantes – conversan y ríen con picardía, en medio de un abrazo marino, indiferentes a la suavidad de la corriente que los desestabiliza y acerca aún más en un juego corporal que se torna erótico en un instante de voluptuosidad.
Tan arduamente el mar,
tan arduamente,
el lento mar inmenso,
tan largamente en sí, cansadamente,
el hondo mar eterno.
En su puesto, el salvavidas, levanta la vista y observa a los bañistas en la orilla y vaga hasta las señales prohibidas. En los últimos dos meses, el viento de enero se ha suavizado y una modorra lo corroe, habituándolo a una somnolencia que lo inquieta, sin embargo, puede más la pereza que le trae el mar calmado. Su puesto no es la caseta convencional a la que hay que subir para avizorar el peligro. Siempre se le encuentra sentado al pie de un cocotero crecido sobre un montículo a un costado de la playa.
centinela de la paz
genio del trabajo
Aprendió a nadar desde los tres años, primero en el mar, en una especie de bahía con aguas tranquilas, los estilos, libre, pecho y espalda, que se le daban con facilidad en ese recodo, donde el mar perdía el ímpetu y las fuerzas, que se había formado desde que era un niño. Con su padre pescador aprendió dos cosas: a perderle el miedo al mar y la habilidad de ejecutar el nado libre en mar abierto. En la pequeña bahía experimentó pecho y espalda, perfeccionado después en la escuela por un entrenador que descubrió su talento y capacidad. Consideraba que su vida era una aventura, incierta a veces, pero llena de grandes desafíos.
¿Hace un momento, acaso, las gavillas
de agua azul, no abrían sus mejillas,
los anchos hombros, su brazada heroica
de nadador?
“No quiero ser pescador, quiero ser salvavidas”, le dijo un día a su padre de frente, sin desviar la mirada. Llegó a esa conclusión después de ser el televidente número uno de Guardianes en la Bahía, cuyo personaje principal, Mitch Buchannon, era interpretado por David Hasselhoff, desde el 1989. Entonces le recordaba a su padre que había sido el campeón de natación en los Juegos Intercolegiados en los estilos que más dominaba.
Había leído todo sobre el mar, sus profundidades, sus días apacibles y tormentosos – Poseidón está furioso, decía, cuando el mar de leva exhibía toda su bravura –. Sabía de vientos, sus direcciones y las voces agresivas que chocaban en el ventanal de su casa; tenía un conocimiento exacto de las aves marinas que emigraban y otras que llegaban según la época del año. Aunque no se consideraba pescador, llevaba siempre en su mochila, además del celular, el Viejo y el mar, de Hemingway. A veces lo tildaban de loco en el barrio donde vivía, muy cerca al balneario.
Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
- “Estudia una profesión que te de dinero”, le decían sus tíos, familiares y vecinos.
- “Quiero estudiar una carrera que no de dinero, pero donde pueda salvar vidas, sin ser médico”, respondía siempre.
- “Pero ese tipo de carrera que quieres no existe”, le respondían. – “siempre andas inventando excusas, para no estudiar” –
- “Estoy de acuerdo, no existe, pero en mi mente, sí, es lo que más deseo”.
Pero el salvavidas era feliz con su actitud ante la vida. Amaba la libertad, odiaba las imposiciones de los jefes. Amaba y respetaba el mar sin juzgarle a veces su mal humor; le entendía a la perfección y comprendía su furia e irritabilidad ante el desastre ecológico que lo incluía con todas sus especies marinas. Había realizado curso de rescate, salvamento y reanimación en la Cruz Roja; exhibía con orgullo sus diplomas en la sala de su casa. Estudió lo que quiso, sin miedos, sin presión, sin ansiedad, sin frustración. Algunos compañeros cursillistas le llamaban Moisés, cuando el profesor lo exaltaba con admiración y le decía: “pareces que hubieras nacido entre las aguas”, palabras que lo enorgullecían con humildad. A su manera, era un hombre de mar. “La vaina es que Moisés fue hombre de río, y yo soy de mar”, lo decía con una ingenuidad enmarcada en su rostro juvenil, muy serio.
Hay que volar a cada instante como
las águilas, las moscas y los días,
hay que vencer los ojos de Saturno
y establecer allí nuevas campanas.
En el balneario lo estimaban y acordaron darle el almuerzo y un dinero semanal, cuando se enteraron que el municipio le negó el contrato de salvavidas. No le dio importancia a la negación de su contrato, pero estaba consciente que la gente que vivía del turismo le apreciaba. No fue fácil convencerlo para que aceptara el dinero que se merecía. “Somos conscientes de cómo piensas, pero eres el mejor en tu trabajo”, le dijo el vocero de los caseteros. “Sabemos que te gusta tu rol de salvavidas y a nosotros nos gusta cómo lo haces”, le dijo el vocero al salvavidas. “Reconocer tu labor no es darte una limosna, además, los turistas reconocen este lugar por ti. No eres cualquier salvavidas,”, le dijo el vocero con afecto, y se marchó.
Se levantaba muy temprano por las mañanas, recorría los doscientos metros de playa. Exhibía su alta figura atlética, sin camisa, donde el brillo del sudor mostraba el poder de sus músculos. Primero caminaba todo el largo de la playa, de ida y vuelta, observando la suciedad de la playa; después trotaba la misma distancia unos treinta minutos y terminaba nadando hasta los límites permitidos, revisando el estado de las boyas. Terminado el recorrido de playa y mar subía con gran habilidad – con una cuerda amarrada a la cintura, como había visto que hacían los que reconectaban la luz, cuando la electrificadora la cortaba en las casas del barrio – el cocotero que le servía de caseta de vigilancia. Desde allí observaba el mar y le leía el temperamento que presagiaba, para el día que apenas comenzaba. Era riguroso en su labor, estableciendo una empatía especial con el océano, respetaba su actitud mesurada durante el buen tiempo y se mostraba temeroso y preventivo, cuando las olas y las voces anunciaban una furia inusitada.
Leía el comportamiento de los bañistas desde la altura del cocotero. Los que disfrutaban el momento de esparcimiento, pero le temían a la fuerza de las olas; los atrevidos que desconocían el miedo, pensando que el mar era más manso que bravo; los suicidas que gritaban auxilio, arrepentidos, a última hora, por una breve y confusa obnubilación de la mente. De los amantes con sus juegos sexuales en un abrazo que los volvía uno, alejados del resto de los bañistas, mecidos por el juego de las olas, en el límite que establecían las boyas de color naranja. De los niños que jugaban con las voces de las olas que llegaban a la playa, mientras los padres distraídos, brindaban con cervezas. Cuando el mar se picaba, envalentonado por una furia extraña, salía con su bocina portátil de perifoneo, corriendo y nadando, exigiendo el regreso a la playa de las personas; su voz autoritaria era la de un hombre que no sólo conocía el mar, sino también sus secretos.
- “¿Qué harías el día en que se ahogue un bañista?”, le pregunto, después que me ha contado su vida, sin decirme su nombre.
- “No sé qué podría hacer. Hasta ahora no ha sucedido. Me preparo desde la mañana cumpliendo las rutinas para prevenir. A ratos salvo vidas, cuando prevengo a la gente”.
- “Pero, ¿y si sucediera?” Insisto en la pregunta.
- “Si sucediera, sería doloroso. Cada uno es dueño de su vida. Todos los días pienso en la vida, en rescatarle a la muerte la vida que se ahoga, por eso soy salvavidas. ¡Ah!, no se preocupe por mi nombre, soy simplemente un salvavidas. Ni el dinero, ni la fama me interesan”, me responde con buen ánimo, y – el deber lo llama – se va corriendo, pitando, perifoneando, cruzando la playa, feliz haciendo un trabajo que no es tal, es su vida misma jugándosela a diario, y él lo sabe.
¡Hombre libre, por siempre tú has de querer el mar!
El mar es el espejo en que te ves tú mismo;
en su desenvolver de olas sin cesar
tu espíritu no es menos amargo que tu abismo.
Vilariño, Idea. Poema: el mar.
Cardenal, Ernesto. Epigrama XXXXI
Neruda, Pablo. Cien sonetos de amor. Poema: Soneto XCVII
BAUDELAIRE, Charles. Las flores del mal. Poema: El hombre y el mar. Pág. 77. Pinguin Clásicos. Colombia. 2017.
Los que vivimos lejos de las olas del mar pero escribimos sobre el movimiento subterráneo de las olas también salvamos vidas, mi apreciado amigo. Estoy preguntando cuántas vidas has salvado