He venido a matarte –dijo mirándome directo a los ojos. Su mirada desprovista de vida, ausente, sin ninguna emoción, fría. Arrastró las palabras con suavidad, sin ningún esfuerzo. El pulso firme, sin titubeos. Era el animal poderoso regodeándose con su víctima, interrogándome con la mirada. Al mismo tiempo los recuerdos se agolparon en un instante eterno y fugaz, salieron presurosos de la memoria.
Cuando dijo que vino a matarme no dudé en que lo haría. Siempre fue de pocas palabras, pensamientos dudosos, pero eficaz en la acción; un tipo pragmático. Llevaba consigo la fama de matar a más de veinte personas a lo largo del departamento, a pesar de su bajo perfil – que trataba de ocultar – era una leyenda, recordándome a los pistoleros proscritos del far west. Cuando regresó el rumor corrió por las calles. Sabíamos en el barrio que la muerte por encargo no le conmovía, muchos fueron testigos de la felicidad que irradiaba su rostro cuando disparaba sobre alguien, cuando lo hacía sufrir, cuando los gritos de la víctima incrementaban su perversidad, o cuando, finalmente, disparaba para acabar con el sufrimiento de la víctima sin dejar de preguntarle: ¿Dónde quieres el disparo, en la frente, en la sien, o en la nuca? Sabía que no había más opciones. Cuando mataba delante de la gente, dicen los que lo habían visto, que su mirada recorría a cada uno de los presentes, advirtiéndoles, el que hable, lo mato. Bajaban la cabeza, evitando su mirada escrutadora y alegre desde la muerte, contaban la gente del barrio.
Sí, Albeiro y yo nacimos y crecimos en el mismo barrio, estudiamos en la misma escuela, jugamos los mismos juegos y comíamos en cualquier casa sin ningún reparo. Fue una época donde la ambición estaba puesta en trabajar en cualquier labor que le permitiera a uno sobrellevar las dificultades de la familia; pero también la ambición impedía ver con claridad los límites para hacer dinero rápido, burlándose de la honestidad. Por ejemplo, El Bonny era el más alto y fuerte de todo el grupo, y le pagaban cien pesos por noche sirviendo de escolta y guardia de seguridad a las putas de la casa azul de martes a domingo. No quería saber nada del estudio, aunque realmente nadie quería, eso del estudio era cosa de ricos, era el comentario general de los que usaban su talento para el mal. ¿Quién iba a pensar que Albeiro, el hijo de Maximiliano, remplazaría la honda de cazar pájaros por la precisión de su pistola treinta y ocho?
Era el de mejor puntería cazando patos, pisingas, torcazas, ponches y conejos. Alguien al que no quiero mencionar vio su puntería natural y lo llevó al club de caza y tiro hasta perfeccionarle la técnica que usaría para amedrentar y asesinar a la gente. Por esa época la palabra sicario cobró relevancia y se propagó hasta acá, en el Atlántico, la Costa Norte, con el Albeiro, uno de los primeros exponentes del sicariato.
Eres de los pocos que estudiaron, pero comprende que estudiar en este país es muy demorado. A ver, ¿cuánto dinero tienes guardado? Te das cuenta, no tienes un puto peso, me decía cada vez que me veía, preguntando y respondiéndose al mismo tiempo. El día que no tengas para el bus de la universidad cuente conmigo, profesor – continuaba con su ironía mordaz – y cuando tengas me pagas, terminaba riéndose, encendía su moto Yamaha de alto cilindraje, partiendo despreocupado, con la mente puesta, “seguramente en una vuelta que alguien le ha encargado y hablaba contigo sólo para matar el tiempo”, me decía una voz conocida a mis espaldas, mientras escuchaba y veía como el ruido se agotaba en la distancia y se tragaba la imagen en el camino polvoriento.
-Si has venido a matarme, hazlo rápido porque no moveré un solo dedo – le dije mirándole sus ojos secos, sin vida, su mano abrazando la culata de un arma que no veía. –Además, el que va a matar no titubea, ni avisa – lo encaré sin miedo. Verlo así, dispuesto a todo me permitió recordar algunos sucesos que debían estar también en la memoria de él.
Siempre fue de pensamiento rápido y pragmático, no le gustaban los rodeos, era directo, inquietante, persistente. ¿Quién te pegó?, me preguntó una vez quién de los del otro barrio, ese que queda más arriba, sí, a dos cuadras de aquí, fue. ¿Me vas a decir, o quieres que lo averigüe con otro?, tanto me presionó que no tuve más remedio que decirle. A la media hora estaba de vuelta, diciéndome: “dile adiós al miedo, esos manes no volverán a meterse contigo, incluso coge cualquier atajo, o pasa por el frente de sus casas para llegar a la escuela”, me lo dijo con resolución, convencido de la eficacia de su vuelta. Días después me enteré que los había golpeado con un bate de béisbol. Esa actitud de Albeiro le gustaba a alguien, a quien no quiero mencionar, pero que lo observaba con espíritu maquiavélico.
Albeiro, como el nieto que le trajo la sabiduría a mamá que no se cansaba de repetir que era mejor practicar un deporte que andar en malos pasos. Lo que más nos duele hasta el día de hoy es que no sabemos en qué momento comenzaste tus malos pasos.
Wencel Valegas
Una vez estuvo desaparecido seis meses del barrio. Nadie jamás dio razón de él. “Hace tres noches lo vieron tomar un bus rumbo a Medellín”, fue la conclusión a que se llegó después de tantas conjeturas y deliberaciones. Su madre no paró de llorar y las mujeres del barrio la consolaban en señal de solidaridad. “Ese pelao hijueputa está falto de autoridad”, fue el consenso al que llegaron los hombres del barrio. A su regreso entendimos, “este man no es el mismo”. Vino con la arrogancia desbordada, ropa de marca y una mirada donde se había perdido toda inocencia. Nos convertimos en espectadores de su vida. Su mirada clara se volvió turbia, su rebeldía natural en agresividad, su sentido del humor ahora era una burla natural, el brillo de los ojos emitía destellos intermitentes, su técnica de boxeo en las peleas callejeras fue remplazada por el malabarismo exhibido con la pistola, la callosidad de sus manos peleoneras la suavizaron las sesiones de manicure.
–Señora Matilde, ¿puedo almorzar con ustedes hoy? Le decía a mi madre que hacía el sancocho en un fogón de leña, al final del patio. –Por supuesto, mijo, decía mi madre atizando el fogón para que la candela aligerará el almuerzo. –Claro, Albeiro. Era la voz de mamá reconociéndole la voz, sin mirarlo, con toda la atención puesta en las sopas hirviendo.
Era feliz almorzando con nosotros. Su madre trabajaba desde muy temprano hasta por la noche que regresaba. Éramos seis hermanos y mi madre. Él era único con su madre. La vieja Matilde viéndole comer se quedaba pensativa, “la felicidad completa no existe. Albeiro no tiene padre, ni mamá, el uno porque los abandonó y la otra porque trabaja para medio llevar la existencia. Nosotros aquí estamos, ustedes seis y yo, pero tu padre nos hace falta, así lo quiso Dios”. Todavía lo recuerdo comiendo. “Este pelao es caballo de buena boca”, decía mamá, viéndolo como asentía cuando se le preguntaba si quería más. Su felicidad opacaba la tristeza de sus ojos por un momento. Lo quisimos como un hermano. El día que murió mamá alcanzó a decirme con la confianza que me tenía: “Aunque la vieja Matilde se haya ido siempre soñé que era mi madre. La que me parió sólo hizo eso, parirme. Tu mamá también fue mi madre”, lo dijo con los ojos tristes, llorosos, mirándome y acordándose de las veces que la vieja le sirvió de acudiente en la escuela y también cuando alguna vez lo acompañó a jugar fútbol, experiencia que para él fue muy grata.
Te acuerdas la vez que me tocó jugar la final en el campeonato del barrio. Mi madre se fue al trabajo sin más explicaciones. Sólo alcanzó a decirme: “Si Matilde te acompaña, te dejo ir, si no, no puedes ir a jugar”, me lo dijo en la puerta, cuando se iba. Claro que me acuerdo, mamá nos obligó a ver la final de fútbol donde eras la figura, el goleador, el crack, el representante de la cuadra. Recuerdo que te sentó en una grada del camerino, revisó las medias y emboló tus guayos, situación que, para nosotros era muy extraña pues nunca nos dejó jugar. Te vimos como un hermano menor, Albeiro, como el nieto que le trajo la sabiduría a mamá que no se cansaba de repetir que era mejor practicar un deporte que andar en malos pasos. Lo que más nos duele hasta el día de hoy es que no sabemos en qué momento comenzaste tus malos pasos. Sin embargo, sentía que ustedes me querían, acaso no te dabas cuenta que cuando hacía un gol, o una buena jugada siempre miraba hacia las gradas, donde ustedes estaban sentados al lado de la vieja Matilde, cuya mirada me perseguía por toda la cancha. Aunque no lo creas, eso me gustaba.
Bueno, dejémonos de tanta cháchara, cumple con tu misión. Anda, mátame, hazlo, sé porque lo haces, soy consciente que mis críticas al gobierno tendrían una respuesta como esta algún día. De nada ha valido lo que hicimos por ti. Sí, cumpliré mi misión. Es mi trabajo y sabes quién me dio el encargo. Estás en lo cierto, de nada sirven los sentimentalismos. Cierra los ojos, para que no veas la muerte. No los cerraré, dispara si quieres, pero viéndote, veo a la muerte, y quiero que te quedes con mi mirada, pero no olvides que la muerte que sembraste en mi rostro te acompañará por siempre.