Tres fotografías instantáneas

Wensel Valegas

Lo que la fotografía reproduce al infinito

 únicamente ha tenido lugar una sola vez.

Roland Barthes.  

Mujer en el balcón

Con la vista puesta en el futuro, has crecido con el paso de los años y convertido en una mujer madura. Detrás de ti, la ciudad oscurece bajo la sombra de una tarde crepuscular. El azul intenso y alegre del cielo pierde su entusiasmo y lentamente el gris de la noche se cierne despacio sobre tus espaldas. No miras atrás. No adviertes el ruido lejano de los autos que cruzan veloces las autopistas; tampoco las luces de la noche despiertan en una ciudad que se alista para los noctámbulos. Miras el futuro, sí. Tu pose es altiva en el balcón; emerges del piso rumbo al pedestal de los dioses. A pesar de la pulcritud y sencillez del vestido, en tu rostro descubro la soledad, y una profunda tristeza emanada de tus ojos, la acompaña. En tu seriedad hay la sabiduría estacionada de los años y la certeza de reconocer cuánto te ha costado la vida. Ahí, desde el balcón, eres una rosa dentro del jardín que te rodea, brillando con el esplendor de las fragancias y la sencilla belleza de las flores. Una serie de hojas en forma de corazón son sorprendidas en su vayven de primavera, acompañando el relámpago de la foto tomada. ¿Qué hay en tu rostro tierno y amoroso y en la tímida alegría de tus mejillas, donde todos observan la madurez de una vida solitaria, sin percatarse que tu historia va más allá del flash centelleante? La noche discurre con pausas y los vestigios de sol dicen adiós a su partida. La penumbra rodea tu triste semblanza, que los demás interpretan tierna y amorosa. ¡Qué guapa! Dice un comentario. La noche surge, dejándote a solas con la soledad de tu vida que tu rostro no disimula, desmintiéndote.

Tregua sin rencores

Aparecen tres en la foto. Padre e hijos. Es una tregua capturada por el clic del celular. En el centro, el padre sonríe y sus brazos, de amplia envergadura, se abren en una íntima acogida de aceptación. Los hijos, a lado y lado del padre, devuelven el abrazo. A simple vista se muestra el amor filial que se profesan. En uno de los hijos, la sonrisa deja entrever los dientes, cuya blancura contrasta con la piel morena; en el otro, la sonrisa forzada guarda en los labios un recelo apretado, sin engañar la cámara. El brillo de la mirada es alegre, sincero y espontaneo, en uno; en el de la sonrisa forzada, su rictus escéptico es la máscara de una aparente alegría. El padre sonríe y se aferra a los hijos, como tratando de recuperar el tiempo de los abrazos perdidos. Para el lector familiar, la imagen describe un instante fugaz de concertación y paz; un diálogo sentido en lo más profundo de la corporeidad. Los que conocemos la historia que comparten, fuimos testigos del exilio del padre y la angustia del desprendimiento experimentada por los hijos con su partida. No se trata de juzgar – como tampoco lo haría un lector ajeno –, basta con unirnos emocionalmente a la fugacidad de la celebración y el reencuentro.

El brillo de la mirada es alegre, sincero y espontaneo, en uno; en el de la sonrisa forzada, su rictus escéptico es la máscara de una aparente alegría. El padre sonríe y se aferra a los hijos, como tratando de recuperar el tiempo de los abrazos perdidos.

Final feliz

Abrazas a tu madre, que se regocija y acurruca en tu pecho de hombre hecho y derecho. Le devuelves la ternura a la mujer abnegada. En la fotografía, tu cuerpo adopta una pose cóncava y se ahueca en el torso y los brazos; tu madre ajusta el suyo y posa confiadamente convexa, cediendo al abrazo recibido, de espalda. Es tímida tu sonrisa y bajas la mirada ante el ojo vigilante del fotógrafo; más espontanea es la de tu madre, que mira directamente la luz del flash, que resplandece, y sonríe. Del otro lado de la historia, la mujer galardona la gratificación del encuentro, recordando el pasado nostálgico. Has llegado y te sorprendes con la presencia de tu madre. Es la foto esperada desde hace años, esa de la que hablaban por teléfono a diario, “si algún día…”, decías, desde el norte, claro que sí, contestaba ella sin perder la esperanza desde el sur. No te veía desde hacía veinte años, cuando, partiste en busca de fortuna, detrás de una mujer imposible, que solo disfrutarías en el país del norte. Durante tu estadía, padeciste el fracaso de ese amor tormentoso, el esfuerzo imprevisto de aprender una lengua extraña y la angustia de la soledad en un cuartucho de mala muerte, el consuelo de contar las horas, los días y las noches sin saber por qué. Esa ternura capturada es el premio a la constancia y el deseo de una madre obstinada e inconforme, que no esperó tu regreso, sino que se empecinó en ir en tu búsqueda, a pesar de la soledad que la embargaba. El abrazo, resume dos historias separadas, que se juntan y encuentran un final feliz.


Barthes, Roland. La cámara lúcida. Editorial Paidós. 2020. Barcelona. Pág. 26

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